Los niños tienen que aprender a perder
¿Se enfurruña si la suerte le da la espalda?, ¿llora?, ¿abandona el juego? Tiene que aprender a perder.
Que a veces un niño se enfade o llore porque ha perdido en un juego no es algo tan extraño entre los siete y los diez años (aún están aprendiendo a perder); pero si monta una rabieta fuerte cada dos por tres, hay que preguntarse cuál puede ser el origen de esa exagerada reacción.
Es posible que haya sufrido una pérdida reciente que aún no ha sido capaz de asimilar (la muerte de un familiar cercano, un cambio de barrio, de colegio o en la familia...). Este sentimiento de haber perdido algo que para él era importante le hace sentirse inseguro, y temeroso también («Si ya perdí aquello, ¿qué más voy a perder de ahora en adelante?») y lo proyecta cuando es derrotado en el juego.
Ha de acostumbrarse a asumir las pérdidas.
Enseñar a los niños a asumir que hay cosas que tuvieron pero que ya no están (amistades, afectos, quizás una mejor situación económica familiar...) es un importante aprendizaje que les será útil no sólo ahora, sino cuando sean adultos. Y para aceptar esa responsabilidad necesitan tiempo y comprensión: a ellos les duele, aunque a nosotros nos parezca que no es para tanto.
También puede ocurrir que los padres, sin darse cuenta, estén exigiendo demasiado a su hijo («Tienes que esforzarte más, ya no eres tan niño») y él interprete que también en el juego ha de ser el mejor. Pero saber perder desde niños es una metáfora de las renuncias necesarias en la vida que les ayudará más adelante a asumir plenamente las nuevas adquisiciones y logros.
La competitividad no es mala. En casi todos los ámbitos de la vida juega a nuestro favor como un impulso que contribuye a la autosuperación y al éxito. El error reside en considerarla como el único motor de nuestros actos. Si esto sucede, el afán por ser el mejor en todo podría llegar a convertirse en una carrera de fondo constante en la que todos los esfuerzos son pocos, y esto sí que es malo.
El juego, elemento primordial en los primeros años de vida, es un sano ejercicio que fomenta la competitividad, pero también la energía positiva, el compañerismo, las relaciones sociales y la diversión. Éstos deben ser los principales objetivos, no intentar ganar a cualquier precio.