Ser Padres

Niños y niñas a partir de los 6 años: ¿por qué no se soportan?

De compañeros inseparables, pasan de repente a la rivalidad, la hostilidad y la indiferencia.

Varios psicólogos alemanes realizaron una interesante investigación sobre el modo de relacionarse entre niños y niñas a los seis y a los diez años. Sus hallazgos no tienen desperdicio.

A los seis, lo que llaman su mejor amigo/a puede pertenecer tanto a su sexo como al otro. Niñas y niños juegan, se ayudan y raramente se contrarían. Pero a los diez...

¡Esto es la guerra!

El panorama ha cambiado por completo. A esta edad unos y otras juegan muy poco juntos, y no se ayudan o lo hacen de una manera muy peculiar: si un chico le pide un objeto a una chica, ella se lo da, pero con algún comentario provocador. Claro que los chicos no necesitan de tales provocaciones, porque se dedican a fastidiar a las chicas, les provoquen ellas o no, empujándolas, tirándoles del pelo, quitándoles objetos...; a lo que ellas responden con insultos, y vuelta a empezar.

La verdad es que no hace falta ser psicólogo, ni alemán, ni realizar una investigación para darse cuenta de lo que ocurre. Cualquier educador o padre experimentado se ha percatado de que a partir de los siete años las relaciones entre niñas y niños ya no son lo que eran. Escaramuzas, pullas envenenadas, insultos (brutos para ellos, cursis para ellas, y cosas aún peores) son habituales.

Al llegar a la pubertad chicos y chicas volverán a buscarse, pero ahora pasan por unos años en los que se dedican dosis considerables de hostilidad o indiferencia, aunque con algún que otro romance: ni siquiera en estos años de distanciamiento la atracción entre los sexos desaparece por completo. Lo que ocurre es que, cuando un niño y una niña de esta edad se gustan, tienen que enfrentarse a una especie de qué dirán de sus amigos y amigas. La fidelidad a la pandilla del propio sexo y el desprecio generalizado al sexo opuesto hace que los noviazgos de los niños de estos años tengan un cierto tinte de Romeo y Julieta.

Un paso a paso de la historia:

Hacia los seis años, se inician las diferencias entre los juegos que prefieren los dos bandos. Los niños se ven frustrados cuando las niñas se niegan a jugar del modo que ellos les proponen, y se enrabietan con facilidad, mientras que ellas se muestran a veces despectivas y dominadoras.

En torno a los siete, sin embargo, son ellos los que empiezan a sentir cierto desdén.

A los ocho, la separación de sexos ya no tiene vuelta de hoja. Suelen ser ellas las que toman la iniciativa de apartarse, y a menudo de un modo silencioso y discreto. Sin embargo, cuando son ellos los que excluyen a una niña, es más probable que lo hagan de modo ruidoso y brusco, con jolgorio y griterío.

Hacia los nueve, es difícil que la amistad brote entre ambos sexos. Ellas se muestran despectivas y ellos pretenden ignorarlas.

Entre los diez y los once, el panorama persiste. Las niñas se hacen especialistas en enjuiciar y comentar, con gran severidad y agudeza, los defectos de los niños: enano, tonto... Claro que tampoco ellos son, precisamente, un modelo de delicadeza: les encanta echarles encima a las niñas lagartijas, cucarachas y bichos en general.

Podemos achacarlo a una combinación entre la etapa evolutiva que atraviesan y la división de los roles sexuales en nuestra sociedad. En estos años empieza a afirmarse con mucha fuerza el sentido de la realidad. Niñas y niños han tomado plena consciencia del sexo al que pertenecen y se esfuerzan por identificarse con él. Son capaces de representarse su propio futuro y captan cuáles son los gustos y comportamientos que en nuestra sociedad se asignan a mujeres y hombres.

La intensa identificación que buscan con su propio sexo, el ensayo y la práctica concienzudos de las aficiones y conductas requeridas, se acompañan de la necesidad de distinguirse y distanciarse con nitidez de las aficiones y conductas del sexo contrario. El empeño en diferenciarse clara e inequívocamente como un niño o una niña («¡Ojo, que nadie se confunda conmigo!») se manifiesta en ese antagonismo, en ese desprecio que unos y otras se profesan durante estos años. Y no es descabellado pensar que también contribuye una secreta, incluso inconsciente envidia hacia el otro sexo, que es complementario del propio, por lo que posee también cualidades y atributos que a uno le faltan.

Los varones se muestran muy inquietos, practican deportes y son muy competitivos. Aparte de los juegos de pelota, no es raro verles esperando en fila para saltar un tramo de escaleras, añadiendo cada vez un escalón; esforzándose por realizar cierto número de flexiones o comprobando, reloj en mano, cuánto aguantan sin respirar. Quieren descubrir quién es el más fuerte, el más hábil, el más resistente; les gusta correr y forcejear, no les molesta ensuciarse.

Las niñas, en cambio, son más presumidas, además de más maduras, y les gustan juegos más verbales y apacibles, en los que representan papeles o imitan a sus artistas preferidas. Mientras que a ellos les aburren las historias sentimentales y los cotilleos mundanos, a ellas les preocupa lo que los demás piensan de ellas, se interesan por los problemas de la sociedad y el mundo adulto, les encanta conversar. En cuanto a sus ídolos, ellos admiran a los futbolistas; ellas, a los y las cantantes de moda. No hay ni que decir que tanto a unos como a otras los juegos y aficiones que cautivan al otro sexo les parecen ¡aburridísimos!

Los padres deben comprender que a esta edad es hasta cierto punto natural que niñas y niños quieran identificarse con su sexo y marcar las diferencias con el otro. Pero al mismo tiempo han de moderar los excesos de este proceso (por ejemplo, cuando se observan entre hermanos). Con las simples burlas bastará con reprenderles moderadamente y hacerles ver, razonando, que no compartimos las actitudes machistas ni tampoco las opuestas (algún día habrá que ponerles también un nombre: los chicos no han de aguantar todo por ser chicos). Ante escarnios, insultos o agresiones (que pueden adoptar formas diversas, como levantar las faldas a las niñas), hay que reprenderlos con firmeza y no consentir, ni siquiera por omisión.

También hay que prevenir esos excesos y el mejor modo de hacerlo es una educación no sexista, que se logra, por ejemplo, no marcando diferencias indebidas en los juguetes, en las tareas de casa y en las expectativas de carácter para niñas y niños (ellas no han de ser por encima de todo dulces y sumisas, ni a ellos les está prohibido llorar).

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