Mi hermana y yo somos las mayores de mis primos y recuerdo con todo lujo de detalles el día en que cada uno de ellos vino al mundo. De más pequeñas, éramos espectadoras en diferido de uno de los acontecimientos que más revuelo causaba en nuestro núcleo familiar. Sonaba el teléfono de madrugada y oía a mi madre: "¿Pero se queda ingresada?", "vale, vale, el tiempo de llegar". Codazo a mi padre, que iba directo al baño a asearse mientras ella localizaba el macuto que tenía preparado desde que la que fuera de sus hermanas hubiera cumplido la semana 35 de gestación, y tan pronto como estaban listos, nos cargaban en brazos y dormidas, (eso se creían ellos), uno a mi hermana y otro a mí, para conducir hasta el hospital (vivíamos lejos), dejar a mi madre, e irnos mi padre, mi hermana y yo a casa de alguna de mis tías.
Me costaba conciliar el sueño y esperaba ansiosa a la mañana siguiente, a que llegara mi madre, contara como había sido todo, cuánto se habían reído esperando, lo bonito que era el niño o la niña en cuestión, nos arreglara y nos llevara a conocer al nuevo miembro de nuestra almodovariana familia.

Mi primer parto, antes de la era COVID, no distó mucho de esta puesta en escena que he descrito. De hecho, cuando rompí aguas llamé a mis padres para que se prepararan, que vivían a una hora del hospital. Ellos hicieron sus pertinentes labores de comunicación y, para cuando mi marido y yo llegamos, ya había allí más familia mía que auxiliares. Por entonces, ya empezaban a notarse los primeros coletazos de exaltación de la intimidad en el parto, pero yo le debía a los míos al menos una de esas citas rocambolescas de sala de espera en positivo, que bastantes malas noticias habíamos recibido en escenarios similares pero por lamentables motivos.

Muchas veces he pensado que a quién le hable de mi parto, pensará que di a luz en los 80, y no en 2017. Para que os hagáis una idea, una de las primeras personas que vi al salir de la sala de reanimación era la suegra de mi prima, hecho que gana relevancia si añado que eran eran las 4 de la mañana y que esta señora vivía en otra provincia.
Escucho a muchas amigas y conocidas decir que quieren tranquilidad, que ni siquiera avisarán a sus padres hasta que el niño haya nacido y estén en planta, para conservar la tranquilidad que ese momento requiere y preservar la intimidad que su nueva familia merece. Más que digno, no digo que no.
Sobre este contraste y la evolución de la forma de las madres de afrontar las visitas al hospital tras dar a luz, ha realizado una parodia en Instagram la humorista May Te.
Siempre hiperbólica, May Te recrea los compartimientos de distintas madres ante visitas al hospital en décadas sucesivas: desde la de los años 80 que bromea con "lo fea que es la criatura" y pide al visitante que la coja o incluso que compruebe si el niño tiene hambre metiéndole el dedo en la boca, hasta la recién parida contemporánea que directamente emplaza a los interesados a conocer al bebé después de la cuarentena.
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