En casa, somos firmes defensores de la crianza respetuosa. Este estilo de crianza es también conocido por algunos como crianza con apego o por otros como crianza consciente. La característica principal de este enfoque es el respeto mutuo entre padres e hijos y la promoción de una relación saludable entre ellos.
Creemos en las ventajas, a medio y largo plazo, que supone para nuestras hijas hacerlas partícipes de lo que ocurre en el contexto familiar, de darles voz y voto y que este cuente en la medida de lo posible, de contarles y escucharles, de fomentar su autonomía. En definitiva, de acompañar más que de dirigir, y esto pasa por una organización familiar donde la jerarquía no esté muy marcada. Esto no está reñido con cuestiones como el orden o la disciplina, que toman con la paternidad un significado distinto al que para muchos tenía en nuestras cabezas desde la infancia. Lo que ocurre es que, en mi opinión, educar así entraña una dificultad mayor a la hora de establecer límites y de explicar y enseñar cuestiones como el respeto del espacio personal.
Es más, nuestras hijas tienen seis y cuatro años respectivamente y todavía seguimos en ello. Especialmente, en lo que se refiere al espacio personal. El hecho de haber tratado de construir un hogar abierto, con poco peso de los espacios privados y mucho de los espacios comunes, sumado a esa convicción nuestra en la educación poco jerárquica, hace que a las peques todavía les cueste entender que su madre, su padre o su hermana no quieren compañía en el baño.
Algo tan sencillo como no abrir una puerta sin llamar antes y pedir permiso les sigue costando asimilarlo. Cada vez menos, pero nos ha costado lo nuestro conseguirlo desde el diálogo, sin amenazas ni prohibiciones, tratando de hacer ver a las niñas que el espacio personal no se puede invadir sin una aceptación previa por parte de quien sea dueño o dueña de dicho espacio, ya sea siempre, como puede ser una cama, o temporalmente, como ocurre con el baño.
Dentro de este estilo de crianza, se fomenta muchísimo la autonomía de los peques y se les permite tomar decisiones adecuadas para su edad y nivel de desarrollo. Además de ello, se fomenta también la comunicación abierta y honesta entre todos los miembros de la familia. Todo ello puede parecer que el hogar sea un ambiente desordenado, pero no hay nada menos cierto que ello. La crianza respetuosa invita a los padres a promover todo esto pero con límites claros que se deben enseñar desde el propio ejemplo y la autorregulación de cada uno.
Ser ejemplo de tus hijos
Dicen los expertos en disciplina positiva que la mejor manera de enseñarles a nuestros hijos estas habilidades sociales, respetar el espacio vital de cada uno y establecer límites físicos, “es modelando y sirviendo de ejemplo” porque “Los niños aprenden mucho de sus cuidadores”, y en base a mi experiencia personal de estos años, no puedo estar más de acuerdo. Es el ejemplo, sumado al diálogo productivo, lo que va calando en la cabecita de nuestros peques.
Acumulamos horas de preguntas abiertas para que reflexionen sobre este tipo de situaciones que tienen un peso enorme en el equilibrio de la convivencia, no tanto por lo que ocurre en casa, donde ya estamos acostumbrados a tener poca intimidad personal, sino por lo que van a ir viviendo a medida que crezcan y amplíen su círculo social.
A corto plazo, sería más efectivo prohibir que pasen al baño o a la habitación si la puerta está cerrada, pero no somos de la opinión de que no existe aprendizaje significativo sino se aplica un proceso de razonamiento que lleve al entendimiento.
La duda de si compartir habitación es bueno o malo
En nuestro caso, hay un factor añadido que resulta una pequeña traba a la hora de establecer límites y enseñar a respetar el espacio privado: nuestras hijas comparten habitación.
Precisamente, fue nuestro afán por darles voz y tratar de que esta tuviera peso en las decisiones familiares, lo que nos llevó a tomar esta decisión cuando nos mudamos de casa no hace demasiado tiempo. Las dos querían compartir espacio de descanso y así disponer de otro de juegos que también fuera común.
Tanto su madre como yo estábamos de acuerdo. No teníamos la convicción de que sería mejor para ellas (tener convicción de cualquier decisión que vayas a tomar que tenga impacto en tus hijos e hijas es casi imposible, en mi opinión), pero sí éramos partidarios de que esta era la mejor opción durante la infancia. Para fomentar más espacios comunes y potenciar así habilidades sociales como el respeto, la empatía, la asertividad, la generosidad, etcétera.
No os voy a engañar: la experiencia sigue en marcha y nos surgen dudas a menudo. Sobre todo cuando pasan por rachas en las que el espacio de juegos se convierte en un hábitat de conflicto, algo que ocurre más de la cuenta (estamos intentando mejorar el ambiente en él), pero yo sigo convencido de que los beneficios pesan más que los aspectos negativos. Uno de ellos es que les cuesta entender un poquito más que a otros niños que sí tienen habitación propia lo que es el espacio privado y por qué es importante respetarlo.
En definitiva, no hay un método infalible para que enseñar el respeto a lo privado y para establecer límites a los niños y niñas pequeños. Hay distintos caminos y, en mi experiencia, considero esencial que estemos firmemente convencidos de coger el que creemos mejor para los peques. Siempre se puede cambiar a medio camino, por supuesto, pero hacer algo de lo que no estamos convencidos no tiene sentido, aunque nos cueste más tiempo llegar al destino deseado.
Además, hay que entender también que no siempre estamos en condiciones de ser coherentes y consecuentes con el camino elegido: los padres tenemos derecho a tener un mal día, a estar cansados y a equivocarnos, por supuesto. Lo importante es ser coherentes de forma sostenida, y esto no está reñido con fallar y reconocer que lo hemos hecho. De hecho, ser ejemplo en el fallo es incluso más importante.