Desde hace años, trabajar en grupo se ha convertido en uno de los pilares de las metodologías educativas más modernas. Se habla de fomentar la cooperación, el pensamiento crítico y la responsabilidad compartida, y son pocas las aulas donde no se proponen proyectos en equipo. En teoría, los estudiantes desarrollan habilidades sociales, aprenden de sus pares y se enfrentan juntos a desafíos complejos. Pero en la práctica, no siempre las cosas funcionan como en el papel. Sin embargo, es algo que parece que no se puede ni mencionar, como un "pensamiento tabú".
Las buenas intenciones no bastan. Cada familia ha oído alguna vez a su hijo quejarse de que le ha tocado “un grupo flojo” o que termina haciendo todo el trabajo solo. ¿Puede el entorno grupal convertirse en un obstáculo más que en una ayuda? Un estudio reciente llevado a cabo en Japón por la investigadora Mitsuko Tanaka apunta en esa dirección. El trabajo, publicado en la revista System, analiza con datos rigurosos el impacto real del trabajo en grupo en clases de inglés como lengua extranjera. Y sus resultados no son tan alentadores como cabría esperar.
La pregunta es: ¿a pesar de que el estudio se haya hecho en Japón y con estudiantes universitarios podrías ser aplicable a España y con estudiantes de primaria y secundaria? Pues la respuesta la puede dar cada docente por separado, cada padre, cada madre y, por supuesto, cada estudiante.
Un experimento real con estudiantes reales
La investigación se basó en 154 estudiantes universitarios distribuidos en 50 grupos de tres a cinco personas, todos ellos involucrados en proyectos colaborativos durante un semestre completo. Las tareas incluían preparar temas, debatir ideas, presentar trabajos y dar retroalimentación entre compañeros. Todo en el marco del llamado aprendizaje basado en proyectos (PBL, por sus siglas en inglés), una metodología muy popular que combina contenido, cooperación y aplicación práctica.
Al final del curso, los alumnos respondieron cuestionarios sobre su nivel de motivación, su percepción del grupo y otras variables individuales, como la sensación de autonomía o su confianza en sus propias capacidades. Los datos se analizaron mediante un modelo estadístico avanzado, llamado modelado jerárquico lineal, que permite distinguir los efectos del individuo de los efectos del grupo.
Uno de los hallazgos clave fue que el tamaño del grupo no tuvo ningún efecto sobre la motivación de los estudiantes. Ni los grupos más pequeños ni los más grandes marcaron una diferencia significativa. Tal como señala el artículo, “el tamaño del grupo no influyó en la motivación en el contexto examinado”.
Este dato es importante porque desmonta una suposición común: que grupos pequeños funcionan mejor que grandes o viceversa. Según el estudio, lo que realmente influye no es cuántos son, sino cómo se relacionan entre sí.

El entorno importa, pero no lo es todo
Una conclusión clara del estudio es que la calidad del entorno de trabajo en grupo sí tiene un impacto en la motivación. En concreto, se observó que cuando los estudiantes percibían su grupo como cohesionado, colaborativo y motivado, sus niveles de interés por aprender inglés aumentaban de forma significativa.
Según el estudio: “La motivación en segunda lengua varió en función de la calidad del entorno de trabajo en grupo, siendo los entornos mejores los que se asociaban con mayores niveles de motivación”. Es decir, si el grupo funciona bien, el alumno se siente más motivado. Hasta aquí, las buenas noticias.
Pero hay matices importantes. El efecto del entorno positivo no fue suficiente para compensar algunas diferencias individuales. Por ejemplo, los estudiantes con baja percepción de autonomía o con escasa confianza en su capacidad de aprendizaje no mejoraron necesariamente su motivación solo por estar en un grupo cohesionado. Tampoco se observó que el entorno grupal tuviera capacidad para “igualar” a los miembros menos comprometidos con el aprendizaje.
Y esto abre una cuestión incómoda: ¿qué pasa con los alumnos que no se adaptan al trabajo en grupo? ¿Quedan desmotivados sistemáticamente? Corren el riesgo de ser apartados del sistema.

Creer en el trabajo en grupo... no garantiza que funcione
Otro resultado llamativo tiene que ver con las creencias del alumnado. Los investigadores midieron qué opinaban los estudiantes sobre el valor del trabajo en grupo antes de comenzar el curso. A priori, los que mostraban actitudes más positivas se esperaría que se beneficiaran más del entorno colaborativo.
Sin embargo, los resultados no fueron tan claros. El estudio encontró que “las creencias sobre el trabajo en grupo no influyeron significativamente en la motivación cuando se controlaba por otros factores”. En otras palabras, tener buena predisposición no asegura un efecto positivo si el grupo no funciona bien en la práctica.
Esto es importante para padres, madres y docentes: la motivación no depende solo de la actitud individual, sino del contexto en el que se desarrolla el aprendizaje. Si el grupo falla, incluso los estudiantes más optimistas pueden frustrarse.
Además, se detectó que el impacto de esas creencias variaba mucho de un grupo a otro, lo que sugiere que hay elementos del entorno que aún no han sido medidos, pero que juegan un papel esencial. Como indica el artículo, “la variabilidad entre grupos no fue explicada completamente por las variables analizadas”.

¿Qué implicaciones tiene para las aulas?
Las conclusiones de esta investigación invitan a una reflexión profunda sobre cómo se organiza el trabajo en grupo en las aulas. No basta con repartir a los estudiantes en equipos y esperar que la cooperación fluya. Es necesario prestar atención a la dinámica interna, el nivel de implicación de cada miembro, el ambiente emocional y la sensación de apoyo mutuo.
El estudio sugiere que los entornos donde hay cohesión y participación activa generan más motivación, pero también deja claro que esto no ocurre de manera automática. Los docentes tienen un papel fundamental en facilitar ese tipo de entornos, por ejemplo, permitiendo momentos informales de conexión, promoviendo la equidad en la distribución de tareas y cuidando que todos los alumnos tengan voz.
Por otro lado, es importante no forzar a todos los estudiantes a trabajar siempre en grupo, especialmente si ya han mostrado que les desmotiva o que prefieren estrategias más autónomas. Como recuerda la propia autora del estudio, “la motivación también depende de factores individuales como la percepción de autonomía y competencia”.
Lo que no se midió... y también importa
Un aspecto llamativo del estudio es que no encontró efectos diferenciales por género ni por nivel de inglés. A pesar de que otras investigaciones sí han detectado diferencias motivacionales entre hombres y mujeres, en este caso ninguno de estos factores explicó variaciones significativas.
Esto plantea la posibilidad de que el contexto grupal tenga un peso mayor que otras variables tradicionales. Pero también pone sobre la mesa la existencia de factores no explorados, como el liderazgo dentro del grupo, la presencia de normas implícitas, o la calidad de la comunicación entre los miembros. Son elementos difíciles de medir, pero que podrían marcar la diferencia.
El propio artículo reconoce que “puede haber factores contextuales no medidos que también influyan en la motivación”. Por eso, los autores recomiendan continuar explorando las dinámicas de grupo en el aula con más detalle.
Referencias
- Tanaka, M. (2025). Impact of group work environment and size on L2 motivation in project-based learning. System, 130, 103621. https://doi.org/10.1016/j.system.2025.103621.