Ser Padres

Tengo una hija con Altas Capacidades y este es mi día a día

Testimonio en primera persona sobre el reto de convivir con una niña de 6 años cuyo cociente intelectual es superior a la media.

Julia tiene 6 años. Cursa primero de Primaria y a finales de su etapa en Educación Infantil su profesora intuyó que podía tener Altas Capacidades. Esto no es lo habitual: “Las niñas destacan menos, son más adaptativas y, por lo tanto, es más difícil detectarlas, se nos escapan más”, nos dijeron entonces desde el equipo de orientación del colegio, ese departamento tan necesario e infravalorado. Su madre y yo recibimos la comunicación con naturalidad, como quien sabe algo con seguridad pese a no tener la certeza, porque ninguno de los dos teníamos conocimientos en niños con altas capacidades. Fuimos conscientes desde el primer segundo de que nuestra hija podía encajar en un perfil así pese a que nunca antes nos lo habíamos planteado detenidamente. Quedaba la prueba objetiva que lo corroborara, pero sentíamos, al menos yo, que confirmaría lo que Mafalda —así se llama la maravillosa profesora que lo detectó— se olía.
El único objetivo de esta pieza no es ensalzar más o menos a Julia o los muchos niños y niñas con altas capacidades que tenemos en nuestra sociedad, sino compartir nuestra experiencia de vida con ella a través de ejemplos que ilustran cómo es, en su caso —no todos se expresan ni se relacionan igual—, tener altas capacidades. Y tratar de aportar luz a quienes tengan la curiosidad de saber cómo funciona y como se expresa una menta como la de nuestra hija, y sumar un granito de arena para visibilizar esta realidad que es todavía muy desconocida para buena parte de la opinión pública. 
Y es que estos niños y niñas, personas adultas dentro de no mucho, ni son frikis, ni empollones, ni tampoco saben de todo ni tienen por qué ser personas inadaptadas en todos los casos, ni tienen por qué destacar en todos los ámbitos. Es más, el bajo rendimiento académico está a la orden del día entre los estudiantes con altas capacidades. Afortunadamente, cada vez hay más personas preocupadas por enseñarnos a sus respectivos entornos cómo podemos acompañarles en cada caso particular.

Criar a una niña de altas capacidades

Nunca hasta el momento en el que desde el colegio nos comunicaron la posibilidad de que Julia tuviera altas capacidades nos planteamos consultar a nadie al respecto. Tampoco le dimos mayor importancia, ni se la damos mucho más ahora, aunque saber que lo es resulta decisivo en nuestro día a día porque nos ayuda a entenderla, a conocerla y, por ende, a tratarla mejor en el tú a tú. Seguramente, no le das mucha importancia antes de saberlo porque el desconocimiento te hace no terminar de creerte que hay algo en tu hija que funciona de una manera distinta a la de la mayoría de los seres humanos, que lo dice la ciencia y no solo tu percepción subjetiva.
Pero claro, echamos la vista atrás una vez se confirmó el diagnóstico y tardamos cinco minutos en recopilar numerosos ejemplos que eran pistas de cómo funciona la cabeza de Julia. Desde que nació, ya en sus primeras horas de vida, nos llamó la atención lo despierta que estaba. Su madre, que tiene un superpoder, el de la observación, lo tiene grabado a fuego, pero como era nuestra primera hija —dos años después llegó a nuestras vidas su hermana—, no teníamos con qué comparar. Porque comparar, comparar, en la maternidad/paternidad, solo comparas de verdad con tus propias experiencias por muchas otras ajenas a ti que lleguen a tus oídos.
En sus seis años de vida, Julia ha debido dormir bien un 15% de las noches y del tirón, no más del 5%. Y de estas, en la mayoría de ellas habla de forma recurrente: su cerebro descansa lo justo. Al parecer, tampoco le hace falta más. Julia se aburre de dormir: “No me gusta, papá, porque me pierdo cosas”, me ha dicho más de una vez cuando hablamos del sueño. Nadie le hizo esa reflexión antes de que la expusiera de manera espontánea por primera vez. Ella prefiere levantarse 15-20 minutos antes de la hora de despertarse para arrancar la rutina de la mañana antes de ir al cole y encender su luz de lectura —comparte habitación con su hermana— y meterse un ratito en la vida de Pippi Långstrump, la primera novela larga que está leyendo (porque quiere, como todo lo que hace en lo que respecta al ocio).
La lectura y, sobre todo, su alto nivel de desarrollo de las habilidades lingüísticas, siempre nos pareció lo más llamativo de ella. Entre los dos y los tres años nos dimos cuenta de que se expresaba de una manera que, esto sí, no era normal para su edad. Y hasta la fecha, sigue ocurriendo. Su cerebro es como una esponja para absorber nuevos conceptos, para unirlos, para almacenarlos. Tampoco se cansa de preguntar por los que no conoce, hasta el punto de parar una lectura o una película las veces que sean necesarias. Memoriza canciones —enteras en algunos casos— de Amaia Romero, Rigoberta Bandini, Iván Ferreiro, Leiva, Ginebras, Xoel López o Aitana Ocaña, y antes de aprender a leer te “leía” cuentos porque se los sabía de memoria, de pe a pa. No se dejaba una línea y, si lo hacías tú, te avisaba de que te habías saltado esa parte. Y me diréis con razón, “Rubén, si le lees siempre los mismos tres cuentos los memoriza cualquiera”, pero es que pueden ser, quedándome corto, 30 cuentos infantiles los que ha llegado a aprenderse de memoria antes de aprender a leer.
Julia en el Museo Thyssen

Julia en el Museo ThyssenRubén García

Como anécdota que ilustra la capacidad memorística de una niña de altas capacidades os contaré lo que pasó este pasado verano en el museo Thyssen, donde fuimos por su insistencia para conocer de primera mano las obras de Georgia O’Keeffe que había visto en el cole en un proyecto sobre mujeres artistas que la entusiasmó. Allí, además de tirarse pintando las tres horas de la visita, como puede hacer cualquier otro peque de esta edad al que le fascine la pintura —es relativamente común, si tenéis hijos e hijas de la edad de Julia lo sabéis—, ocurrió algo que no me quita de la cabeza. Pasamos por delante del cuadro ‘El Sueño’ de Franz Marc. Yo no me detuve delante de él, pero ella, que iba detrás en ese momento, sí lo hizo: “Papá, mira, esas figuras son las que tiene la taza en las que mamá toma café por la mañana”. Me quedé alucinado porque con un simple vistazo había sido capaz de abstraer figuras concretas de un cuadro desconocido para ella y asociarlas a una taza donde están serigrafiadas de manera aislada sobre un fondo azul. Yo, desde luego, no habría sido capaz, y me imagino que muchos de los que estáis leyendo estas líneas tampoco.

La hipersensibilidad como rasgo

Ejemplos como este, aunque no tan reveladores, los experimentamos prácticamente a diario su madre y yo con Julia, una niña que es extremadamente adaptativa con sus semejantes pese a sus altas capacidades. Es sociable y se relaciona de maravilla, cosa que no es una característica común de todos los perfiles de niños y niñas con altas capacidades. Sí es, en cambio, hipersensible, otro rasgo especialmente marcado en ella desde que nació. Según hemos aprendido escuchando y leyendo a quienes saben de altas capacidades, esto es un rasgo que sí es común en muchos de estos niños y niñas, y a nosotros nos ha ayudado muchísimo saber que nuestra hija tiene altas capacidades para poder gestionarlo de la forma adecuada porque, de lo contrario, puede resultar muy complicado. No es fácil legitimar que una persona se ponga a llorar por determinadas cosas —no solo las típicas de una niña de 6 años que está aprendiendo a gestionar sus emociones— hasta que entiendes cómo afecta también en este sentido su particularidad.
No es que se frustre, que también, como tantos niños y niñas de su edad, es que vive con las emociones a flor de piel todo el día. De manera permanente. Es la definición canónica de hipersensibilidad. Y es esencial saber que ella es así para poder reflexionar en nuestra conducta como padres y pararnos a pensar cada paso que damos con ella, cada respuesta, cada argumento, cada gesto que tenemos hacia ella. Sí, una niña así es un reto a nivel comunicativo y emocional que puede llegar a ser agotador, pero es estimulante, una puerta a la autorrevisión permanente, a la reflexión constante y al aprendizaje para nosotros como padres.
Pensad en una persona de cuatro, cinco, seis años a la que no le vale cualquier respuesta. Que le busca el por qué a todo sin tirar nunca la toalla, sin darse por vencida —escribo esto en febrero y sigue dándole vueltas a eso de que los Reyes Magos sean mágicos, no le cuadra—. Que se queda en las conversaciones a vivir durante días y vuelve a ellas cuando menos te lo esperas, incluso semanas después de la charla. Reflexiona, y mucho. No solo a la hora de responder —la mayoría de peques son impulsivos, pero los de altas capacidades se piensan la respuesta hasta que criban entre todas las opciones que se les ocurren—, también después de una conversación, una lectura o una simple observación del entorno. Pensad en una niña de 5 años que necesita saber qué pasa cuando una persona fallece: que no se queda tranquila hasta que no va a un tanatorio por primera vez o comprueba por ella misma donde descansan sus bisabuelas. Hilar los puntos, comprender las cosas que ocurren a su alrededor, es para ella una necesidad vital. De lo contrario, no se lo quitará de la cabeza y las preguntas no cesarán. El interés por temas como la muerte a temprana edad, por cierto, según dicen los expertos, es otra pista que puede estar asociada a las altas capacidades.
Qué más os puedo contar que pueda enriquecer este testimonio en primera persona sobre lo que es convivir, acompañar y ver crecer a una niña (o niño) con altas capacidades. Por ejemplo, que en el caso de Julia su creatividad está disparada. Hasta se inventó su propio sistema para hacer calcomanías caseras y ponérselas a su hermana después de ver por primera vez cómo se ponía una. Es tal su vínculo con lo artístico que por casa no se desplaza andando, lo hace bailando. ¡De verdad, no es una exageración! No es que baile mejor o peor lo reseñable, sino el hecho de que jamás se pare. No lo hace cuando suena la música, y tampoco lo hace sin ella porque en su cabeza sigue resonando. “Hija, por favor”, le decía las primeras veces que lo hacía. Hasta que aprendí que era parte intrínseca de ella, que su cabeza es un tocadiscos en el que el vinilo no deja de girar, y entendí que estaría mejor callado.
Por último, entre los muchos detalles que se pueden destacar de una niña como Julia, no me puedo olvidar de la capacidad de concentración. No ya de su curiosidad o motivación por aprender, sino de su capacidad para estar mucho más tiempo de lo que le corresponde a un niño de su edad metida a tope en aquello que esté haciendo, viendo o que le estén contando. Y no solo es que no pierda detalle de manera prolongada en el tiempo, es que es tal es su capacidad de abstracción que se muestra absorta por ello. Tienes que establecer contacto físico con ella para captar su atención; de lo contrario, ya puedes llamarla veinte veces por su nombre, aunque esté a tu lado, que no te va a responder. No está para nadie en ese momento. Es más, se podría decir, de forma cariñosa, que nuestra hija es una “empanada”, y es extremadamente despistada. “No te he escuchado, papá”, dice una y otra vez. Puede estar de cuerpo presente pero no sabes nunca dónde está su mente. 

¿Cómo son los niños con altas capacidades cuando crecen?

Aunque es pronto para vaticinar cómo será la personalidad de Julia con el paso del tiempo, sí que podemos identificar cuáles son esos rasgos que siguen identificando a las personas con altas capacidades cuando se hacen adultos. Rasgos de los que, ahora en la actualidad, Julia ya nos da pistas.
La mente de las personas adultas con altas capacidades se identifica por ser hiperactiva: no para nunca. Eso de “papá, no quiero dormir porque entonces me pierdo cosas” deriva en insomnio, ocasionado por la incapacidad de descansar mentalmente. Y esto, a su vez, puede provocar frustraciones que, a veces, son difíciles de lidiar.
Aunque, lo que seguro que seguirá manteniendo Julia será su poder de concentración y esos ojos curiosos con los que mira el mundo ahora.
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