¿Cómo son los niños con altas capacidades cuando se hacen adultos?
La sensibilidad emocional, la frustración por no poder alcanzar la perfección deseada y la maravillosa capacidad de conversación constante son solo tres de los rasgos que definen mi relación con Fer, un adulto con altas capacidades que también fue niño.
“Con tres años, Fernando hacía puzles de 300 piezas; los de 100 los montaba y los desmontaba varias veces en un rato”. Ese fue el primer síntoma que hizo saltar las alarmas a una vendedora de unos grandes almacenes cuando la madre de Fer fue a comprar un puzle nuevo para su pequeño de tres años. “¿Este niño tiene altas capacidades?” le dijo a Pilar. Pero ella, madre primeriza, creía que aquello que hacía su hijo era completamente normal. Spoiler: no lo era.
Después de acudir a la consulta de un psicólogo varios días y a horas diferentes; después de que el niño se sometiese a una larga lista de pruebas, llegó el diagnóstico: “Enhorabuena, su hijo es brillante, tiene un Cociente Intelectual por encima de la media”, le dijo el profesional a sus padres certificando que, efectivamente, Fer era un niño con altas capacidades.
La importancia de atender las necesidades de los niños con altas capacidades
“En Bachillerato no quería ir al colegio porque se aburría”, dice su madre. Y eso es solo un detalle que muestra cómo ha afectado a su vida adulta el hecho de que en su niñez nadie atendiera a las necesidades de sus altas capacidades.
Fer pasó sus primeros años educativos en un colegio y, posteriormente, cambió a otro. “Cuando llegamos al cole nuevo, informé a los profesores de su condición, pero me dijeron que como el nivel de exigencia del colegio era alto, no haría falta tener con él un trato diferente”, dice su madre. Y eso, sin saberlo, condicionaría todo.
Las necesidades específicas que tenía el niño por sus altas capacidades no fueron cubiertas, pues le trataron como al resto: nada de adaptaciones curriculares; ni mucho menos, pensar en la posibilidad de la ‘aceleración educativa’: no motivaron su aprendizaje y, aunque hoy en día tiene dos grados universitarios y dos másteres, la desmotivación que reinaba en el cole, sigue reinando en él.
Cuando conocí a Fer, teniendo ya 24 años, me di cuenta de que tiene altas expectativas que le llevan, a menudo, a sentirse frustrado. Sobre todo porque, precisamente, cuando era pequeño esas expectativas no se cumplieron: se le trató como a uno más cuando, en realidad, no lo era. Y esto se ha trasladado hasta el día de hoy.
Hiperactividad mental y necesidad de atención
La mente de Fer no descansa nunca. Tanto que he aprendido a desarrollar una especie de sexto sentido con él y siempre digo que puedo ‘escucharle pensar’. En realidad, he aprendido a detectar los pequeños momentos en los que su mente está disponible para hablar y comentar algo banal. Cuando no necesita procesar de manera intensa una información (y creedme, es algo que pasa en muy contadas ocasiones).
Y es que, efectivamente, una de las características de los adultos con altas capacidades es la mente hiperactiva, que es capaz de pensar de forma ‘arborescente’. ¿Qué qué quiero decir? Que Fer (como muchas personas con altas capacidades) es capaz de sacar diez ideas diferentes de una sola. Él puede estar horas (sí, horas literales) debatiendo sobre temas que a mí me parecen muy triviales. Y como no le preste la atención que él espera, puede incluso molestarse.
Aunque tal y como lo cuento pueda parecer positivo, lo cierto es que tiene tal capacidad de reflexionar sobre temas existenciales que le he visto, incluso, llegar a sentirse realmente mal por la preocupación que suscitan en él.
La frustración, una constante en su día a día
Fer no entiende que las personas con las que se relaciona tenemos que leer una vez más que él un texto denso, porque a la primera no lo entendemos. Ni tampoco se explica cómo es posible que le pidamos repetir a menudo lo que nos quiere decir porque no comprendemos bien su forma de procesarlo. “Pues anda, es bastante fácil de entender, creo yo”. Esa es una de sus expresiones favoritas. Y no, lo que no entiende es que él no es igual que la mayoría de personas que le rodeamos, que su mente va un paso por delante. Y no lo entiende porque en el colegio, precisamente, no se lo dijeron nunca.
Digo que esa es una de sus expresiones favoritas porque la otra es, sin duda, esta: “En mi mente todo tiene que encajar como un puzle”. Y no, no es una frase hecha. Es que piensa habitualmente como si estuviera haciendo los mismos puzles que hacía con tres años. Y eso, lejos de ser positivo, le transporta a un estado de frustración casi constante: porque todos sabemos que, a medida que la vida se complica, es más difícil entender todo lo que nos rodea y él necesita que todo encaje para quedarse tranquilo.
Y esto no es, ni de lejos, lo único que le frustra. Necesita que le mires a los ojos, que le prestes toda tu atención cuando te está hablando (o cuando tú le estás contando algo a él). Con él no vale eso de poner la mesa mientras hablas de un problema que te perturba: hay que sentarse en el sofá, mirarse a los ojos y eliminar cualquier distracción de la vista. Si no lo haces, ahí aparece otra vez la frustración: “Es que no me prestas atención” o “paso de hablar contigo porque siento que no me escuchas o no te interesa lo que te estoy contando”, son frases que también repite a menudo.
Nivel de concentración altísimo, también en la adultez
Una de las cosas que identifican a los niños con altas capacidades es su alto nivel de concentración. Algo que, a juzgar por mi relación con Fer, continúa en la etapa adulta. Si le hablo y está concentrado en algo que le interesa (ya sea leer un artículo, escribir una nota en el teléfono o jugar a la videoconsola), todos mis esfuerzos porque me atienda o, al menos, me escuche, son nulos. Puedo decir (y, de hecho, lo he comprobado) que hay un burro volando que, seguramente, responda que él también lo ha visto porque en realidad no está atendiendo a lo que se le dice, ya que su mente está concentrada en otra cosa.
Sin embargo, solo se concentra en lo que le interesa. Si quieres hablar de él sobre un tema que no le importa (o que no le preocupa en ese momento) puede, incluso, llegar a enfadarse si insistes en ello porque también es muy sensible.
La sensibilidad que nos gustaría tener a todos
Otra de las cosas positivas que más valoro en mi relación con Fer es, sin duda, su extrema sensibilidad. Soy consciente de que le ha llevado a vivir momentos malos, porque siente con más intensidad que el resto tanto lo positivo como lo negativo. Pero a mí, que me explique a menudo y con tanto detalle lo que le gusta, lo que está leyendo o lo que quiere hacer es algo que, sin duda, me hace admirar (aún más) su mente y la forma en la que piensa.
Pero también tiene su parte negativa: Fer se siente, a menudo, engañado o ‘decepcionado’ con el mundo, que no está preparado para atender su nivel de exigencia en todo (o casi todo).
Los niños con altas capacidades seguirán siendo niños para siempre
Pero, por encima de todo, lo que más me impresiona de este niño con altas capacidades que ahora es adulto, es que no ha dejado de ser niño a sus 30 años.
“Los niños nacen siendo curiosos de manera innata y nosotros tenemos que intentar no cortarles esa curiosidad, si no alimentarla”, dijo a Ser Padres el filósofo Jordi Nomen. Y esa es, precisamente, la capacidad que él no ha perdido con el paso de los años.
En parte gracias a la dedicación que su madre invirtió en su curiosidad y en parte gracias a sus altas capacidades. Esa ansia por saber, por descubrir, por investigar siempre cosas nuevas han conseguido que Fer siga manteniendo el mayor tesoro de los niños: la curiosidad.
Su manera de ver el mundo, preguntándose siempre ‘por qué’ le eleva, sin querer, a un estado de conciencia que, sin duda, aprovecha en su faceta como abogado, la profesión a la que se dedica, pero también en su faceta como graduado en Filosofía y Letras.
No, los niños con altas capacidades no viven una vida fácil, ni en la niñez ni tampoco en la etapa adulta. Tienen necesidades específicas que continúan cuando crecen. Su mente, esa que es ‘brillante’ y por la que dan la enhorabuena a los padres cuando llega el diagnóstico, juega malas pasadas. Es cuadriculada, exigente y egoísta, porque requiere siempre todo el tiempo del mundo; un tiempo valioso que ellos no tienen para ver la vida desde una perspectiva menos frustrante. Una mente que, a menudo, tal y como me repite Fer muchas veces, le gustaría que “estuviera callada un rato”.