“Si ya lo decía Aristóteles hace 2.300 años: todo conocimiento que se adquiere con el juego es un conocimiento que permanece”. Ahora puedes ver desde tu casa la charla de David Pastor Vico

Puedes ver la charla que dio el 18 de marzo en Madrid el filósofo David Pastor Vico al completo. No te la pierdas
Si ya lo decía Aristóteles hace 2.300 años: todo conocimiento que se adquiere con el juego es un conocimiento que permanece”. Ahora puedes ver desde tu casa la charla de David Pastor Vico

Traemos la charla completa que el filósofo y divulgador David Pastor Vico dio el pasado 18 de marzo en Cinesa Proyecciones, en Madrid. Su título fue ¿Qué pasa si los niños ya no juegan? Adema de la charla (puedes verla un poco más abajo), podrás leer también la transcripción completa de la conferencia.

Charla "¿Qué pasa si los niños ya no juegan?"

Justo abajo puedes ver la charla al completo.

Transcripción de la charla "¿Qué pasa si los niños ya no juegan?"

Agradezco mucho la oportunidad de estar aquí, de dar estas charlas, charla-taller. La diferencia para un filósofo entre una charla, una conferencia y un taller es casi ninguna. Básicamente, en un taller tengo que daros más ejemplos y poner las cosas un poco más fáciles y accesibles todavía. Pero como forma parte de mi natura, se irá fluyendo de manera orgánica.

El tema de qué es lo que sucede cuando los niños ya no juegan realmente es un tema que a mí me preocupa especialmente. Mi biografía es muy tonta y sin chiste, pero les cuento simplemente un par de datos para que puedan ubicarse de dónde viene este miedo mío de que los niños no jueguen.

Llevo en España poco tiempo. A pesar de mi acento, llevo en España dos años y medio. Los otros diez años anteriores estuve viviendo en México, en la Ciudad de México, y trabajando en la Universidad Nacional Autónoma de México. Allí tuve el honor de que me nombraran portavoz de las campañas de valores, que hiciera cuestiones de ética, pero sobre todo que trabajara mucho con los más jóvenes y también con los padres de los más jóvenes. Esto me dio una perspectiva un poco fatalista de la situación en México.

Claro, la situación en México nada tiene que ver, hablando a nivel social, con la situación que podemos tener en España o en otras partes de Europa. O eso creía yo. Viviendo en México, me sorprendía siempre asomarme a las ventanas y ver que no había niños jugando en la calle. Y claro, uno dice: no hay niños jugando en la calle porque anualmente tienen 40.000 asesinatos, ¿no? O sea, las calles de México son peligrosas sí o sí.

Durante diez años viví allí. Yo vivía en un barrio residencial, vigilado por policías 24 horas al día, y de quien más miedo teníamos era de esos guardias. Porque los guardias iban turnándose, iban cambiando, les pagaban una miseria, y al final sabían cuáles eran tus movimientos, hacia dónde ibas, hacia dónde no dejabas de ir, y empezabas a recelar de todo. Decía Juvenal aquello de “¿quién vigila al vigilante?”, ¿no? Bueno, pues también llegaba un momento en que entrabas en esa paranoia.

Y mientras yo seguía oyendo que los niños estaban escondidos. México es un país súper joven. Es un país de 126 millones de habitantes, donde más del 60 % de la población está por debajo de los 35 años. Imagínense qué barbaridad, qué bomba de natalidad. Y no veía a los niños. Seguía sin ver a los niños.

ba a algunos pueblos, iba a dar charlas a pueblos de la sierra, y tampoco veía a los niños. Los niños estaban encerrados, encerrados en su casa, hasta que al final empiezas a preguntarte: ¿qué narices está pasando? ¿Por qué en México los niños no están en la calle jugando? ¿Dónde están los niños? ¿Por qué están encerrados?

Jugar al aire libre fortalece cuerpo, mente y vínculos sociales. Foto: Alberto Carrasco.

Uno podía pensar, si pensara desde la óptica europea, eurocentrista, que los niños estaban en actividades extraescolares. Pues no es verdad. No es verdad, porque eso cuesta dinero. Y la mayor parte de la gente accede a una educación pública, la que se puede pagar, y los niños al final acaban encerrados en casa con uno de esos aparatitos fantásticos en la mano, porque para eso todo el mundo tiene dinero: que se lo gasten en el teléfono. Y ahí terminan los niños: enganchados constantemente.

Yo escribí muchos artículos, muchos ensayos, hice muchas investigaciones. Y uno de los principales hallazgos que encontré en México fue la respuesta a la siguiente pregunta. Fíjense en la pregunta. A ver qué les parece. Y aplíquensela a ustedes. No les pido que levanten la mano, aplíquensela a ustedes, háganse la reflexión para ustedes mismos:

¿Crees que se puede confiar en los demás o cualquier recelo con respecto al otro es necesario?

Esa es la pregunta. Esa pregunta se plantea por primera vez en la historia en texto en el año 1942 en Alemania, en mitad de la guerra. Y es una sociedad que plantea esta pregunta. ¿Por qué? Bueno, porque resulta que esta pregunta, “¿crees que se puede confiar en los demás o cualquier recelo con respecto al otro es necesario?”es el índice de confianza interpersonal. Es lo que mide cuánto confía la población en los demás, en los que son iguales a ellos.

Y se dieron cuenta, tanto en la Alemania nazi como después, en los años 60 en Estados Unidos, que cuanto más confiaba la gente en los demásmás vínculos sociales y fortalezas tenía esa sociedad. Por lo tanto, si queríamos manipular la sociedad, si queríamos hacer lo que nos diera la gana con ella, lo que teníamos que hacer era incentivar la desconfianza en el otro. Teníamos que hacer que los otros no confiaran en nosotros y nosotros no confiáramos en ellos.

Y esto suena utópico. Sin embargo, resulta que Finlandia, que es uno de los países más capitalistas que podemos encontrar, que funciona muy bien, que tiene una educación maravillosa pero que fomenta mucho la empresa —o sea, es un modelo social bastante mixto— resulta que Finlandia es el país europeo y del mundo con los índices de confianza interpersonal más altos: por encima del 90 %.

México está en el 12 %. O sea, 12 de cada 100 mexicanos dice que se puede confiar en los demás. Por lo tanto, tienes 88 mexicanos que dicen que no se puede confiar en los demás.

En España, dependiendo de la estadística, vamos desde el 30 % de confianza interpersonal al 14 %. Cada vez confiamos menos en los demás.

En los años 60, un grupo de sociólogos norteamericanos tomó estos estudios de la socióloga alemana y los actualizó al sistema estadounidense. Hicieron el primer estudio de confianza interpersonal en el año 1968 en Estados Unidos, en mitad de la Guerra Fría, acuérdense: la crisis de los misiles.

En 1968, en medio de ese clima, el 54 % de la población de Estados Unidos confiaba en los demás. Dijeron: “fantástico”. Y concluyeron que, cuanto más confíe la población en los demás, van a pasar cuatro cosas. Ahora lo uniré con los niños, no se crean que me estoy yendo.

Un país con un alto índice de confianza interpersonal será:

  1. Democráticamente más sano. Porque cuando confiamos en los demás, hablamos con los demás. Si yo confío en mi vecino, hablo con mi vecino. Porque lo conozco, me da confianza. ¿O acaso nuestros padres no hablaban con los vecinos? Al punto de que si volvíamos del colegio y ellos no estaban en casa, nos íbamos a casa del vecino. ¿Haríamos eso hoy? ¿Dejaríamos a nuestro hijo entrar en casa del vecino tan alegremente? Si dejas entrar al niño en casa del vecino, significa que conoces al vecino, que confías en él. Y al final te das cuenta de que los problemas del vecino son muy parecidos a los tuyos, porque vive en el mismo sitio que tú. Si tú eres un trabajador de Renfe, no vives al lado del ministro; vives al lado de otra persona que más o menos gana lo mismo que tú, tiene los mismos problemas que tú. Con lo que, finalmente, la democracia es más sana, porque hablando entre nosotros somos capaces de llegar a acuerdos. Y si vamos a protestar al alcalde, o al delegado de zona, vamos juntos. Y entonces aparece la democracia activa, no la de votar cada cuatro años, sino la del demos cratorel pueblo que actúa.
  2. Un país menos corrupto. Si la democracia es sana, sabemos lo que se está haciendo porque tenemos participación. Por lo tanto, somos capaces de fiscalizar la labor de los políticos y decir: “ese presupuesto que te han dado me parece demasiado alto o demasiado corto”. Y como tengo participación, lo fiscalizo. El que gusta de meter la mano en la caja, no la mete, porque sabe que lo van a fiscalizar. Porque hay una democracia sana.
  3. Y aquí se pone interesante. Esto lo decía Robert D. Putnam, un sociólogo norteamericano: cuanto más confíen los ciudadanos de un país en sus compatriotas, en sus vecinos, más inteligentes serán sus hijos. ¿Cómo? ¿Qué salto de campo acabas de dar? Ahora lo explicaré. Vamos a acabar hablando de eso.
  4. Cuanto más confiemos en los demásmás felices seremos. ¿Por qué mencioné a Finlandia? No me gusta especialmente Finlandia. Yo no he estado allí. Solo sé de Finlandia lo que los estudios de investigación pedagógica y sociológica me dicen. No cobro del gobierno finlandés. Ya me gustaría. Si alguien tiene contacto, yo me ofrezco. Pueden pagarme en jamón.

Lo cierto es que, como andaluz, hay una cosa que me da mucho coraje: Finlandia, por séptimo año consecutivo, es el país más feliz del mundo. Y eso da mucho coraje. Está bien que tenga la democracia más sana, que sea de los países menos corruptos del mundo, que tenga a los niños más inteligentes del mundo... pero ¿más feliz? ¡Si allí no sale el sol! ¡Si tienen cuatro meses de noche! ¿Cómo van a quedar para desayunar? ¡Cuatro días enteros de día!

Pero sí, por séptimo año consecutivo, los finlandeses se han puesto la medalla de ser el país más feliz del mundo. Y lo entiendo: si tienes democracia sana, políticos honestos, niños inteligentes, si pagas tus cosas y tienes servicios públicos, acabas siendo feliz.

David Pastor Vico
Menos pantallas, más juegos: una infancia con libertad y movimiento promovió David Pastor Vico en su charla. Foto: Alberto Carrasco.

Pero me vais a decir: ¿qué narices tiene que ver que yo confíe en los demás para que mi niño sea inteligente? Pues vamos a jugar. De esto se trata: vamos a jugar un ratito.

Les voy a hacer una pregunta muy sencilla. Levanten la mano quienes sean padres, madres, abuelos. Estamos todos jugando en el mismo equipo. Perfecto.

Ahora hagan este ejercicio y sean honestos. Aquí no se conocen, no van a salir grandes amistades. Vamos a comprar mi libro, firmar un autógrafo, sacarnos una foto y ya está. Después se van a casa dándole vueltas a la cabeza.

Levanten la mano quienes conozcan los nombres completos (no me vale “el gordo”, “el chino”, “el negro”, etc.) de los niños vecinos que tienen la misma edad que sus hijos. Y además, que sepan a qué se dedican laboralmente los padres de esos niños. Levanten la mano.

Bien. Ustedes son una muestra no representativa de la sociedad. Han venido un día lluvioso, incómodo y molesto, a escuchar a un filósofo extraño hablar del futuro y bienestar de sus hijos. Es lógico que conozcan el tejido cercano. Pero en una sociedad desconfiada, es muy raro que alguien sepa el nombre de los niños de los vecinos y a qué se dedican sus padres.

¿Y por qué? Porque vuestros hijos no juegan con ellos.

Todo lo que se aprende jugando, permanece

Ahora, si nuestros hijos jugaran con esos niños desde los cuatro o cinco años —o incluso desde los tres, que es una edad fantástica para empezar a jugar—, no tendrían más remedio que saber cómo se llaman esos niños, y tampoco tendrían más remedio que saber a qué se dedican sus padres. ¿Por qué? Porque te toca mamarlo. Porque te tienes que ir al parque. Porque te tienes que sentar en un banco a ver cómo tu hijo juega con los otros niños, y tú tienes que saber cómo se llaman, y al final te toca hablar con los padres. Con la madre que tiene un problema con el perro, con el padre que solo habla de fútbol, y al final te acabas enterando de todo.

Y esto, lejos de ser algo muy incómodo —como algunos pueden imaginarse que es—, esta es la naturaleza humana.

Decía Platón, y ahora me pongo muy filosófico porque soy filósofo: “No fuerces el juego en los niños, porque se da de manera natural.” Y seguía diciendo: “No intervengas en el juego de los niños, porque ellos son capaces de regular y reglar sus propios juegos.”

Un señor que lleva muerto 2.350 años nos escupe esto a la cara, y que no queramos atenderlo es un problema. Pero su discípulo, Aristóteles, decía lo siguiente: “Observa al niño jugando, y viendo sus actitudes, lánzalo hacia la vida adulta.” Es decir, descubre las potencialidades del niño desde que es pequeño, jugando. Y además dice Aristóteles: “Enseña a los niños jugando, porque todo lo que se aprende jugando, permanece.”

Todo lo que se aprende jugando, permanece.

¿Por qué los filósofos de hace 2.300 años hablaban del juego? Hoy el juego se ha convertido en eso que se hace cuando ya no hay nada más importante que hacer. Si ya no hay extraescolares, si ya salió de la escuela, si ya comió, entonces que juegue un ratito. Media horita en el parque, una horita como mucho, y después a casa, porque hay que ducharse, hay que ponerle la tele un rato al niño para que nos deje en paz, mientras hacemos cosas importantes, y que se acueste pronto. Que nos deje tranquilos.

Pues verán. Vamos a empezar por el principio.

¿Por qué necesitamos jugar? ¿Por qué el ser humano necesita jugar? Pues porque somos animales. Lo siento. Unos más que otros, no me cabe la menor duda. Yo peso 150 kilos, soy mucho más animal que todos ustedes juntos. Pero soy un animal humano.

Y sin embargo, cuando ustedes tienen... Levanten la mano quienes hayan tenido perros o gatos. Tenemos tantos perros como hijos en España. Hay más perros que hijos.

Cuando tienes un animal, un perrito chiquitito, te dicen que es muy duro porque se come todos los zapatos. ¿Por qué se come todos los zapatos? Porque está jugando.

"¿Qué pasa si los niños ya no juegan?": no te pierdas esta charla exclusiva del filósofo del momento, una herramienta útil para padres y madres

Los perros necesitan jugar. Pero no solo los perros. Los gatos, los simios, las ballenas, los elefantes... Todos juegan.

Un elefante nace y pesa 90 kilos. Y juega. ¿Que no necesita jugar? ¡Claro que necesita! Por una cuestión biológica.

Vamos a hablar de biología. Los filósofos somos esos que metemos los pies en todos los campos del conocimiento, y eso es magnífico, porque nos permite trufar nuestras charlas con conocimiento de muchas áreas.

Los mamíferos, como nosotros, necesitamos desarrollar algo fundamental, que es la psicomotricidad.

¿Qué es la psicomotricidad? Es hacer que nuestro cuerpo físico, por los sentidos —tacto, olfato, gusto, vista, oído—, sea capaz de mandar toda esa información convenientemente a nuestro cerebro, y que el cerebro sea capaz de codificarla.

¿Y para qué sirve? Pues para desarrollarnos en nuestro entorno.

Por ejemplo, vemos a un bebé recién nacido que tiene un mes, dos meses. ¿Cómo se llama? Martina. Martina no ve. O ve poquito. Las hembras humanas se les ennegrecen los pezones, porque el bebé, que no ve cuando sale al mundo, va buscando un punto negro donde engancharse y mamar.

Esto es así. Biología pura y dura. El bebé no tiene la psicomotricidad suficiente. No tiene la vista desarrollada, ni el tacto, ni capacidad motriz. De hecho, te lo tienes que pegar tú.

Cuando tienes 40 años, ya no hace falta el pezón oscuro. Pero de recién nacido, sí. La psicomotricidad es algo que tenemos que ir desarrollando, y la forma en que la desarrollamos es jugando. No hay otra.

Perdónenme: no hay otra. Se puede desarrollar con deporte, claro, pero pon a un niño de dos años a hacer deporte. No va a hacer deporte. Va a jugar.

Tú le tiras una pelotita de esponja, blandita, y le dices: “a ver, Manolito, la pelota”. ¿Y qué pasa? La pelota le da en la cara.

Esto es lo que sucede con todos los niños del planeta. La primera vez que le tiras una pelota, le da en la cara.

Y entonces, ¿qué haces tú? Le preguntas: “¿qué te ha pasado, Manolito?” Y el niño va a llorar como un desesperado, porque tú estás forzando ese lloro. Igual que cuando abrazas a un niño y le dices: “toma, niño, llora”. Claro, lo estás forzando.

Pero si yo no fuerzo la situación, si le tiro la pelota 300 o 400 veces, con suerte pondrá la mano. Y después, otras 300 o 400 veces más, la cogerá.

Y una vez que coge la pelota, significa que su cerebro ha hecho millones de cálculos matemáticos para adelantarse a la parábola del balón.

Imagínense lo que tiene que hacer su cerebro con una pelota. Una pelota es un objeto móvil que describe una parábola irregular. ¿Por qué? Porque yo la lanzo así, y tú no sabes por dónde va a venir, y tienes que anticiparte.

Y eso no se hace de manera natural. Mentira. Lo hace de manera ensayada. Tienes que ensayar y ensayar y ensayar.

Entonces, si a ti no te molesta que a Manolito le dé la pelota en la cara, y Manolito sigue jugando y jugando y jugando, cuando tenga 14 o 15 años, estará en un equipo de fútbol y recogerá las pelotas. Será una maravilla.

Pero si no pudo jugar desde chiquitito, si le daba miedo la pelota, no compartió juegos con otros niños, y no tuvo esa capacidad de desarrollo psicomotor, ¿sabes qué pasa cuando tiene 14 años y le tiran una pelota?

Le da en la cara. Y uno dice: “bueno, es malo”. No, no es malo. Si ve una pelota y se agacha como si viniera una granada, está condicionado, pero no es malo.

Y entonces, ¿por qué? ¿Por qué no tiene esa habilidad?

Y aquí viene algo que me preocupa profundamente. Tenemos una especie de epidemia de niños con dislexia.

En países como República Dominicana, sacaron una estadística hace poco: el 26,2 % de los niños de primaria tienen dislexia. Un dato tremendo.

¿Y cuál es la sorpresa con la dislexia?

Tenéis al niño con diagnóstico, ya sabéis: un niño que gira letras, que cambia el orden de las sílabas, que lee mal, que escribe cosas raras, que se confunde con la derecha y la izquierda. A mí también me pasa, mi mujer se ríe. Ya no sé ni dónde está nada.

Y entonces, llega el padre y dice: “mi hijo tiene problemas de dislexia, se lo han diagnosticado en el colegio. ¿Qué podemos hacer?”

Y le dicen: “vamos a tener cuatro sesiones a la semana. Y de estas cuatro sesiones, tres van a ser en ese parque de juegos, tirándole el balón”.

Y tú dices: “¿Cómo? ¿Eso lo podía haber hecho yo?” Sí. Pero no lo hiciste. Y lo vas a pagar.

¿Por qué? Porque ciertas dislexias están profundamente emparentadas con la psicomotricidad lateral. Y la psicomotricidad lateral es la capacidad de entender el espacio longitudinalmente, de saber cuál es tu derecha y cuál es tu izquierda, de entender que tu cuerpo se relaciona con el espacio.

Eso es parte de la psicomotricidad.

Un grupo de peques juegan en el campo
Un grupo de peques juegan en el campo (RG)

Y entonces, tienes un niño que tiene problemas con la lateralidad, porque no juega, porque no ha jugado. Y si no ha jugado, le faltan esas herramientas para enfrentarse al mundo de forma conveniente.

Y podríamos hablar no solo de psicomotricidad lateral, también de psicomotricidad gruesa, de fina...

No hay problema con los pulgares, ¿eh? Los pulgares están divinos. Porque usamos el teléfono. Los pulgares van fantásticos.

Pero el resto de habilidades de lateralidad dan problemas. Y la pérdida de psicomotricidad da muchos problemas de autoestima, porque los niños no son capaces de relacionarse con el mundo de manera adecuada.

Voy a explicar algo muy triste.

En México —todavía no tengo evidencia en España, pero me temo que se está acercando— me senté con los responsables de los Boy Scouts. A mí me encanta ese rollo. Me gusta. De hecho, si hubiera tenido otra vida, habría sido un niño nepalí. Me gustan las chapitas, las mochilas, las tiendas.

Me reuní con uno de los jefes de los Boy Scouts de Ciudad de México. Le pregunté: “¿cuáles son las pruebas para ser scout?”

Me dijo: “hay una prueba fundamental: el salto con los pies juntos”.

Y yo pensé: interesante. ¿A partir de qué edad? Me dijo: “de 11 a 13 años”.

¿Y cuánto tienen que saltar? ¿Un metro, un metro y medio?

Cuarenta centímetros.”

¿Cómo? ¿Cuarenta centímetros? ¡Dos palmos!

Sí, dos palmos. Pero con los pies juntos.

¿Y cuál es el problema?

Los niños no son capaces de hacerlo.

No son capaces de saltar 40 centímetros con los pies juntos.

¿Por qué?

Porque no han jugado. Porque no han salido a la calle. Porque siempre que han salido, ha sido coartados por los padres, con diez minutos de libertad controlada.

Entonces, cuando doy este tipo de charlas, me dicen: “yo no estoy de acuerdo contigo, porque mi hijo no juega mucho, pero juega de calidad”.

Y ahí flipo. Me quedo pensando: “ah, ¿tiene amigos premium? ¿Juega en parques premium?”.

¿De qué me estás hablando?

Si una de las frustraciones más grandes que tienen los padres en su vida es el primer regalo de Reyes o de Papá Noel, cuando le regalan algo carísimo al niño... y el niño juega con la caja.

Piénsenlo. Los niños no necesitan juego de calidad. Los niños necesitan mucho tiempo jugando. Necesitan salir de la escuela, llegar a casa, comer y a la calle.

Perdónenme el latín, pero a la calle.

¿Hasta qué hora? Hasta que se ponga el sol.

A ser posible, hasta que se ponga el sol. ¿Y por cuánto tiempo? Por unos quince años.

Y ahí le estalla la cabeza a todo el mundo.

Verán: el problema de la psicomotricidad es real. Pero en México hay otro problema más gordo. Perdónenme el chiste, pero es literalmente gordo.

Cuando los niños no jueganno se mueven. Y cuando no se muevenengordan.

México es el país número uno del mundo en obesidad infantil.

Y yo tengo 48 años, no me juzguen, por favor. Yo fui un niño flaco, tengo pruebas científicas, tengo fotos y puedo demostrarlo.

Pero los niños engordan si no juegan. Engordan. Y entonces aparece la gordofobia.

A mí que nadie me hable de gordofobia, por favor. Tu hijo tiene que estar feliz con su cuerpo, sí. Pero un niño con obesidad no está sano.

Yo no estoy feliz con mi cuerpo. Me gusta mucho comer y no sé parar. Lo reconozco. Pero sé que estoy acortando años de mi vida.

Y el problema de México —y ahora también empieza a ser problema en España— es que México es el país número uno del mundo en diabetes mellitus tipo 2 infantil.

Y perdónenme que lo diga, pero un niño que tiene diabetes adquirida, un niño con diabetes tipo 2, es como un deportista de élite que muere de un paro cardíaco. Hay que hacerle autopsia.

¿Por qué?

Porque no es normal. Un deportista de élite no debería morir de un paro. Y muchas veces, cuando ocurre, se investiga si no se estaba dopando, si tenía una afección cardíaca que no se descubrió.

Pues con los niños con diabetes adquirida, debería pasar lo mismo.

Pero no se hace autopsia al niño. Se le debería hacer autopsia a los padres.

¿Cómo puedes llevar a un niño con un metabolismo a prueba de bomba, que puede comer azúcar como si nada, a terminar con diabetes tipo 2?

Eso debería tener cárcel.

Y sin embargo, está pasando.

Si yo les pregunto: ¿saben el nombre de sus amigos de la infancia? ¿Se lo saben o no?

En México, tan habitual, tan corriente, que el Instituto Nacional de Pediatría ya tiene un apartado específico de diabetes infantil.

Y pronto, lo vamos a ver en España también.

Si los niños no juegan, tenemos problemas de:

  • Obesidad
  • Salud
  • Psicomotricidad

Ahora vamos a dar otro salto. Algo también muy importante.

Quiero que hagan memoria.

Necesito que vayamos a nuestro pasado colectivo.

Si yo les pregunto: ¿saben el nombre de sus amigos de la infancia? ¿Se lo saben o no?

Sí, ¿verdad? Jugaban con ellos. Los tenemos muy presentes.

Sabíamos a qué se dedicaban sus padres, sabíamos dónde vivían, sabíamos muchas cosas de su vida y de su mundo.

Y no solo eso: entrábamos en sus casasVivíamos en sus casas.

Cuando llovía —como hoy—, tú no te quedabas en casa solo. ¿Qué hacías?

Te ibas a casa de tus amigos.

O tus amigos iban a tu casaNingún niño se quedaba solo un día de lluvia.

¿Qué sentido tenía eso? Ninguno.

Igual que jugábamos en la calle, jugábamos dentro de casa.

Nuestra madre decía: “venga, que venga Juanito, que venga Pedro. Pero no la liéis mucho, ¿eh? Y cuando se vaya, recoge todo”.

Esas eran las reglas. Todos las conocíamos.

Vamos un poquito más allá.

Decía Aristóteles que el hombre es un animal político. ¿Qué significa eso?

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Como dice el Principito: “Tener un amigo es un verdadero privilegio”

Decía Aristóteles que el hombre es un animal político. ¿A qué se refería?

Verán, como especie, de manera física, el ser humano es una de las especies más débiles del mundo naturalMás débiles, realmente.

No tenemos la fuerza que tienen nuestros primos los chimpancés. Yo mido 2 metros, peso 150 kilos. Me coge un chimpancé de 50 kilos y me destroza. Tienen hasta seis veces más fuerza que nosotros.

No somos especialmente rápidos. Un perro corre mucho más que nosotros. Un chihuahua corre más que nosotros. Es del tamaño de mi pie y corre más que yo. O una ardilla, una ardilla corre mucho más que nosotros.

No tenemos buen olfato. Nuestra capacidad de oler es muy limitada. ¿Vista? A ver, levanten la mano todos los que tengan miopía, hipermetropía...

Somos una especie bastante deficiente. Si los halcones tuvieran nuestra vista, se habrían extinguido hace siglos.

Entonces, ¿qué nos ha salvado como especie?

Nuestra adaptación al grupo.

Nuestra capacidad de trabajar en grupo. Eso es lo que nos ha permitido sobrevivir 300.000 años como especie. No nuestras características físicas, sino nuestra vida social.

Y para ello, necesitamos habilidades sociales. Herramientas que nos permitan convivir y compartir con los demás de manera óptima.

¿Y qué significa óptima? Ser capaz de comunicarme, expresar mis necesidades, negociar, colaborar.

¿Cuántos no han escuchado esta frase en una reunión del AMPA?

“El niño no tolera la frustración.”

Ahí está. ¿Frustración? ¡Claro que sí!

Yo me crié en los años 80, en la periferia de Sevilla, entre las 3000 Viviendas, Pino Montano y Polígono Norte. Un sitio precioso. Terminaba el cole, comía como un pollo, y bajaba a la calle a jugar inmediatamente. El primero que llegaba era el más chulo. Y llegaban los demás.

Yo nunca tuve una pelota. Mi padre era taxista. Soy el primer universitario de mi familia. En los años 60, mi familia emigró a Bélgica para quitarse el hambre. Mi padre conoció a mi madre allí, se casaron, compraron un taxi, y volvieron a España en 1982.

Por tanto, yo no tenía pelota. Solo tenía unos vaqueros al año, con muchos parches.

Y cuando llegaba el dueño de la pelota, ¿qué pasaba?

Se hacía lo que él quería. Y eso generaba frustración.

¿Y tú qué hacías?

Te jodías.

Eso es tolerancia a la frustración. Jugábamos al fútbol, al béisbol, al tenis, al "lapas"… todo con la misma pelota. Y si no querías, te jodías.

Pero llegaba un día en que nos hartábamos. Si siempre éramos los mismos diez, y el de la pelota no quería jugar a lo que queríamos, decíamos:

“Pues hoy no juegas tú. Te aguantas.”

¿Y si se llevaba la pelota?

Se la quitábamos.

No pasaba nada. Porque los padres no se metían. Solo se metían si llegabas a casa con la cabeza abierta. Entonces sí: “¿qué has hecho, niño?”, al hospital, puntos de sutura.

Pero si solo era que el niño le había pegado a otro... eran cosas de niños.

Y no se metían.

¿Se acuerdan qué decía Platón? “No te metas en los juegos de los niños.” Ellos son capaces de regular sus propios juegos.

Y así aprendíamos:

  • Trabajo en equipo
  • Liderazgo
  • Negociación

Y hoy se llenan la boca en las oficinas con eso. Coaching, liderazgo, trabajo en equipo... pero si los niños no jueganno hay liderazgo posible.

Y eso es lo que estamos viviendo.

Me llaman de empresas, me dicen: “ven a dar una charla sobre liderazgo a nuestros directivos”. Yo llego y pregunto: “¿Quién jugaba en la calle de pequeño?”

Nadie.

Pues estamos jodidos. Porque no lo vais a entender. Porque vais a poner el ‘yo’ por delante de todo. Y hay veces, como en el trabajo, donde tu ‘yo’ forma parte de un engranaje mayor. Y hay jerarquías, y hay normas. Igual que en la vida.

Papá y mamá no son tus amigos. Los profesores no son tus amigos. El policía no es tu amigo. Aunque lo parezca.

Y si tú eres jefe, olvídate: tus empleados no son tus amigos. Aunque se rían de tus chistes. No lo son.

Y si jugamos a que sí lo son, acabamos todos en terapia. Porque “quiero ser el mejor amigo de mi hijo”. ¿Y por qué no el mejor padre o la mejor madre?

¿Por qué jugamos a lo que no nos corresponde?

Papá y mamá no son tus amigos. Los profesores no son tus amigos. El policía no es tu amigo. Aunque lo parezca.

Cómo ayudar a tu hijo a hacer amigos

El mejor amigo de tu hijo tiene que ser alguien con quien tu hijo pase las horas muertas, mirando al infinito, panza arriba, creyendo que está aprovechando el tiempo.

Al final, las habilidades sociales no solo te ayudaban a desarrollar capacidades para el trabajo en equipo, sino que te permitían algo mucho más importante para los filósofos.

Porque todo esto, esta chapa que os estoy dando, es muchísimo más filosófica de lo que podéis imaginar. Lo que pasa es que lo estoy haciendo de forma simpática, porque decía Aristóteles:

“Todo conocimiento que se adquiere con diversión permanece.”

Y yo quiero que esto permanezca en ustedes. Por eso cuento chistes, cuento gracietas, y voy encajando las realidades dentro de la cabeza.

¿Se acuerdan ustedes de cuando entraban en casa de sus amigos?

¿Qué era lo primero que descubrían?

El olor.

La casa de tu amigo olía diferente a la tuya.

Porque todas las casas huelen diferente. Pero como era tu amigo, había una implicación emocional, y te gustaba el olor de su casa. Era un olor de seguridad. “Es la casa de mi amigo.”

Y la casa de tu amiga, también. Era totalmente diferente. Aunque viviera en el mismo barrio, aunque todas las viviendas fueran iguales, la casa era distinta.

La estructura familiar también era diferente. Había casas con un hijo, dos, tres; la abuela viviendo con ellos; familias con normas distintas. Y aún así, tú entendías que esa diferencia era normal.

Te habías criado viendo la diferencia en casa de los demás. Y eso lo asumías como normal.

El televisor de tu amigo era mejor que el tuyo. Y tú le decías a tu padre: “¿Por qué no tenemos una tele como la de Paco?”

Y tu padre respondía: “La de Paco es una mierda, hijo. No es de madera.”

Y tú pensabas: “¡Pero se ve fantástica! ¡Además en color!”

Y tu padre insistía: “Pero la tuya es de madera, es un mueble bueno.” Y tú: “¡Pero yo quiero una tele buena, no un mueble bueno!”

Y ahí ya había un discurso detrás. Porque tú aprendías muchas cosas: aprendías que había distintos puntos de vista, distintas formas de vivir, distintos criterios de lo que era bueno o deseable.

Mi madre, como todas las madres, tenía rayos X en los ojos. Todas las madres los tienen. Yo era un niño al que le gustaba mucho comer. Aún hoy me gusta mucho comer, tres veces al día y, a ser posible, de calidad.

Y me decía mi madre: “Niño, no vayas a pedir comida a casa de la vecina.”

Y yo no entendía: “¿Por qué? Si me quiere invitar a merendar…”

“¡No vayas a pedir!” Me decía.

Y es que en los años 80, la época del hambre no estaba tan lejos. Mi familia era migrante. El estatus había que mantenerlo.

Y aunque todos fuéramos de clase obrera, había que mantener la dignidad.

“Si la vecina te pregunta qué has comido, dile que has comido carne con bisté.” Eso me decía.

Y yo decía: “Pero si era carne con papas…”

“¡No! Di carne con bisté. Suena mejor.”

Y entonces la madre de Paco me preguntaba: “Niño, ¿qué has comido?”

Y yo: “Carne con bisté.”

Y ella: “¡Anda, qué bien!” Y yo pensaba: “¡Mentí! ¡Mentí, pero funcionó!”

Y mi madre, por detrás, lo sabía. Y si me veía llegar sin hambre, decía: “¿Ya comiste en casa de Mariló?”

Y yo: “Sí, mamá. Insistió. Me hizo un bocata. Tuve que comer.”

Y entonces llegaba la pregunta trampa: “¿Y cómo estaba?”

Y ahí había dos opciones: la verdad o la mentira.

Si decías la verdad: “Estaba mejor que el tuyo”, sabías que eso te lo iba a cobrar con IVA cuando tuvieras 40 años.

Y si decías: “El tuyo está mejor”, sabías que era mentira.

Y entonces decía mi madre: “¿Cómo estaba el bocata?”

Y yo respondía: “No sé... ni fu ni fa.”

Y ella: “¡Ajá!”

Porque las madres ya sabían todo. Y tú sabías que ella sabía.

Eso es desarrollo cognitivo de primer orden.

Tú sabías que el bocadillo no podía estar mejor. Pero también sabías que tenías que disimular.

Y ahí aprendías:

  • Habilidades sociales
  • Empatía
  • Adaptación
  • Seducción
  • Cómo conseguir lo que quieres

Todo eso lo hacen los niños, aunque no sean conscientes. Lo hacen.

Y cuanto más jueganmás entran en casa de los vecinos, y más entran en contacto con la diferencia.

la influencia de los padres en la personalidad del bebé
Pasar tiempo juntos es una de las recomendaciones que hacen todos los expertos en crianza. - Imagen: Midjourney / PF

Eso que hoy muchos ven como peligro —que los niños entren en casa de otros, que se relacionen con “extraños”— antes era natural. Hoy lo vemos todo con sospecha. Los niños ya no entran en casa de nadie, y los de nadie entran en la tuya. ¿Y sabes por qué?

Porque piensan lo mismo de ti.

Qué asco de mundo estamos construyendo.

Si los niños no entran en otras casasno conocen otras realidades, no ven otras formas de vida, no aprenden a entender que la diferencia es normal.

Eso que acabo de decir, grábenlo en la cabeza:
la diferencia es normal.

La gente puede ser feliz viviendo de otra manera. Diferente a ti. Y eso se aprende jugando.

Se aprende entrando en casas ajenas, viendo que el televisor del vecino es mejor, que la abuela vive con ellos, que la merienda es diferente... pero igual de buena o mejor.

Y esa diferencia, lejos de angustiarte, te hacía crecer.

Y al final, acababas diciendo: “A casa de Mariló justo a la hora de la merienda. Qué casualidad.”

Y la madre de Mariló te decía: “¿Tienes hambre?”

Y tú: “Claro.”

Y ella: “¿Quieres comer?”

Y tú: “Sí.”

Y si insistía, tú ya sabías que te iba a dar de comer. Con una sola insistencia.

Había un código.

Y te comías el bocata. Pan de la misma panadería. Mortadela de la misma charcutería. Aceitunas iguales. Pero el bocadillo de Mariló sabía mejor.
Y eso es magia.

No sé por qué, pero sabía mejor. Llevo cuarenta años de filósofo y aún no sé por qué.

Pero me gustaba más.
Y eso tiene un problema moral.

Porque llegabas a casa, tu madre te miraba y sabía que ya habías comido.
“¿Comiste en casa de Mariló?”

“Sí, mamá. Insistió.”

“¿Y cómo estaba?”

Y tú: “No sé, ni fu ni fa…”

Y ella: “Ajá”.

Ese “Ajá” era la certeza moral del universo.
Ella sabía. Tú sabías. Todos sabíamos.

Y eso era pensamiento complejo.
Eso era conciencia moral.

Ahora les voy a hablar de una idea fundamental.

Hay un filósofo cordobés que se llama José Carlos Ruiz, que tal vez conozcan. Es amigo mío. Lo pueden escuchar los viernes con Francino, en La Ventana de la SER. Un tío fabuloso. Se parece un poco a Pep Guardiola, pero más bajito. Muy guapo.

Tiene un libro que se llama El arte de pensar. Igual que otro libro de Schopenhauer, pero este es suyo. Editorial Almuzara. Hay una edición de bolsillo que cuesta siete euros. Cómprenlo. Y si no lo entienden, lo ponen en la mesa del salón, lo enseñan cuando viene visita y dicen: “estoy leyendo este libro”.

Él tiene la mejor definición de pensamiento crítico que he leído hasta la fecha.

Porque todo el mundo habla del pensamiento crítico, pero nadie sabe lo que es. Lo dicen en los periódicos, en los programas electorales, en los planes de estudio...

Hay que fomentar el pensamiento crítico, pero nadie lo define.

José Carlos Ruiz dice:

“El pensamiento crítico es el juego que existe entre cómo yo interpreto el mundo y cómo lo interpreta el otro”

Es un juego. Porque yo interpreto el mundo desde mi cultura, mi historia, mi barrio, mi familia. Desde mi biografía.

Y el otro lo interpreta desde la suya. Desde su contexto.

Y en ese juego entre cómo veo yo el mundo y cómo lo ve el otro, ahí aparece el pensamiento crítico.

No es tolerancia. No es decir: “todo vale”.

Es poder generar un juicio que me permita decir:
“Lo que piensa esta persona es mejor, igual o peor que lo que pienso yo.”
“Es más útil, menos útil, más práctico o menos práctico.”

Eso es pensamiento crítico.

Pero no es desechar al otro porque sea el otro.
Es entender por qué piensa así.
Entender qué ha vivido para pensar así.

Y cuando digo “el otro”, no me refiero a los moros.

Me refiero a tu vecino.
El otro es el que tú decides que no es digno de tu confianza.

Y con ese otro, con los hijos de ese otro, es con quienes tienen que jugar tus hijos.

Acertijos y adivinanzas de lógica para poner a pensar a los niños
Acertijos y adivinanzas de lógica para poner a pensar a los niños.

Soy profesor de universidad. Durante diez años he sido profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México. Dejé de serlo por una cuestión de salud, no porque quisiera.

Escribo libros de ética. Soy el autor de filosofía en español más leído en Latinoamérica, especialmente en México. Estoy en los libros de texto.

Y lo que descubrí allí es que:

  • Los niños mexicanos están gordos.
  • Tienen problemas psicomotores.
  • Tienen déficits en habilidades sociales básicas.
  • Y por ende, no piensan bien.
  • Y, por supuesto, son infelices.
  • Y, por supuesto, son menos inteligentes.

Y hay literatura científica a raudales. La que quieran. ¿Qué está pasando con las nuevas generaciones, con esos niños que ya no juegan?

Lean, por favor, el libro: La fábrica de cretinos digitales, editorial Península, año 2019. Autor: Michel Desmurget. Vayan a la librería, cómprenlo, y luego lloren toda su vida por haberlo leído. Ese libro explica algo brutal. Solo La Vanguardia se hizo eco del libro en 2019. Y del mayor aporte que contiene.

Michel Desmurget es neurocientífico francés. Pero no uno cualquiera. Es el más reputado de Francia en su disciplina. Y lo que demostró fue el final del efecto Flynn. ¿Se acuerdan? Al principio de la charla les dije que cuanto más confiamos en los demás, más inteligentes somos.

Y prometí explicar por qué. Pues vamos a terminar por ahí. Esto se llama conferencia circular: dejar algo abierto al principio y cerrarlo al final.

Hubo un sociólogo neozelandés llamado James Flynn, que investigó todos los estudios de cociente intelectualrealizados desde principios del siglo XX hasta hoy. Recogió todos los datos, los puso en una tabla gigante, y observó que década tras década, generación tras generación, los cocientes intelectuales iban subiendo. Había baches, sí:

  • Primera Guerra Mundial
  • Segunda Guerra Mundial
  • Periodos de recesión...

Pero en general, subían. Y no poco: entre tres y tres puntos y medio por década. Eso es una barbaridad. Y los políticos lo sabían. A eso se le llamó “efecto Flynn”. Por el apellido del sociólogo. El efecto Flynn era una promesa de futuro.

En los años 70, 80, sabíamos que teníamos un problema de contaminación, pero no podíamos parar la maquinaria. Teníamos crisis del petróleo, la energía nuclear sin consolidar... Sabíamos que dejábamos un marrón a las siguientes generaciones, pero nos decíamos:

“Tranquilos, serán más inteligentes. Lo resolverán”.

Y así, en el año 2000todo el planeta puso sobre las nuevas generaciones el peso de la solución a los problemas del mundo. Y lo decíamos con orgullo:

“La generación mejor formada de la historia.”
“La que va a tener todo el conocimiento a su alcance.”

Y era verdad. Pero también fue una carga bestial. Pues bien: Michel Desmurget demostró que la última generación en la que el efecto Flynn se mantiene fueron los últimos años de la generación X.

Yo nací en el 77. Así que estamos hablando de mi generación. A partir de ahí, el cociente intelectual empezó a bajar. Y ha bajado de manera dramática. Los cocientes intelectuales del mundo se están desplomando. Eso no lo digo yo. Investiguen. Compruébenlo.

¿Y por qué? Desmurget dice: por las pantallas. Yo no soy tan optimista. Porque las pantallas rellenaron el hueco que dejó el juego. Las pantallas aparecen justo cuando los padres no saben qué hacer con sus hijos metidos en casa. Se les da una tablet, y ya está: “problema solucionado”.

Pero no era el problema real. El problema era que dejamos de confiar en los vecinos. Adoptamos un modelo social individualista, y metimos a nuestros hijos en una carrera de fondo desde los 3 años para convertirlos en Elon Musk.

Y ahora… ¿quién quiere que su hijo sea Elon Musk? Un patán de ese calibre...

Lo que hicimos fue rellenar la falta de juego con horarios saturados y pantallas. Algunos sociólogos dicen —no sé si será tan dramático— que en las últimas dos generaciones el cociente intelectual ha bajado siete puntos por generación.

Para que lo entiendan:

  • La media en España está entre 85 y 95.
  • Más abajo, necesitas una paguita.
  • Catorce puntos por debajo... da igual dónde empieces, te pone por debajo.

¿Será tan cierto? No lo sé. Lo que sí sé es que es reversible. Y ahí entra José Antonio Marina. Invítenlo a dar una charla. Él lo explica muy bien.

La inteligencia se trabaja. Necesitas una base, sí. Pero puedes desarrollarla. o es lo mismo leer un libro a los 24 que a los 48. Yo lo he vivido. Con 24 años, la Metafísica de Aristóteles me llevaba dos semanas. Ahora, me la leí en dos días.

Avanzas. Te desarrollas. Creces.

Y eso significa que sí, podemos revertir esto. Pero para eso hay que entender algo fundamental. Y con esto cierro de verdad. Si alguien aquí se pregunta: “¿Qué puedo hacer para que mis hijos vuelvan a jugar?”. La respuesta es una sola cosaFabulosa. Gratuita. Natural. Instintiva.

Los niños tienen que tener amigos.

Los niños tienen que tener amigos.
Los niños tienen que tener amigos.
Los niños tienen que tener amigos.

Como un mantra. Como una oración.

Los niños tienen que tener amigos

Si los niños no tienen amigos, son infelices.

Decía Aristóteles:
“Nadie querría vivir sin amigos”.

Y él se lo creía. Su hijo no se lo escribió a un patán. Se lo escribió a Alejandro Magno.

¿Sabéis la historia? El hombre más poderoso del mundo era Filipo II de Macedonia. El tuerto. Tenía un hijo. Y como los grandes reyes no pueden ser grandes padres, decidió buscar al mejor tutor del mundo.

¿Quién era? Aristóteles.

Aristóteles era hijo del médico de Filipo, Nicómaco. Y lo invitó a dar clases a Alejandro. Y Aristóteles, al llegar, le preguntó: “¿Dónde está el niño?” Y luego: “¿Y los demás?”

“¿Qué demás?”, dijo Filipo.
“He pagado una fortuna para que enseñes solo a mi hijo.”

Y Aristóteles respondió:
“El niño solo no aprende.”

“Si quieres que tu hijo aprenda, necesita a otros niños.”
“Porque el hombre es un animal político.”

“Y no aprende solo.”

Así que reunieron a los hijos de los generales.
Y esos niños, años después, se convirtieron en los generales que acompañaron a Alejandro desde Grecia hasta la India.

Sus amigos de infancia fueron su ejército. Si queremos que nuestros hijos jueguen, tenemos que fomentar eso que viene de forma natural:

Que hagan amigos.

Y si les pregunto ahora:
“¿Quiénes fueron las personas más importantes de vuestra infancia?”
Tal vez digáis los padres, para quedar bien.

Pero los amigos tienen un papel fundamental y necesario. Somos animales políticosregularesemocionales. Necesitamos la figura del amigo, que no puede suplir el padre o la madre.

Ese amigo que empieza jugando, que después te acompaña en el trabajo, y que al final se convierte en tu mejor amigo.

Decía Aristóteles:
“Hay tres tipos de amigos: el amigo por diversión, el amigo por interés y el amigo de verdad.”

Y le decía a su hijo:
“No te preocupes si aún no tienes amigos de verdad. Confórmate con los otros. Ya verás si consigues alguno.”

Yo tengo mellizas de cinco años. Y las dejo jugar con todos los niños. Aunque sus padres me caigan fatal. Aunque no soporte su estilo de vida. Porque ellas tienen que conocer la diferencia. Tienen que generar su propio criterio.

Y ojalá consigan tener amigos de verdad.

Porque eso es lo que les permitirá ser felices y mejores personas.

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