A los dos años, comienzan a tener lugar algunas manifestaciones muy particulares que indican que el peque está dejando de serlo: nuevas habilidades (hablar por los codos, caminar con soltura), una marcada evolución en sus afectos (es más independiente) y, de forma especialmente llamativa, gustos e intereses que antes no tenía y a los que el pequeño se entrega con todas sus ganas.
Cuando el peque cumple dos años son muchos los cambios que se producen y, a veces, los padres no sabemos cómo afrontar todo lo que está sucediendo en su desarrollo. En el vídeo que vemos arriba repasamos algunas claves para entender a un niño de dos años y a continuación pasamos a analizar detenidamente qué sabe hacer un peque cuando llega a esta edad:
Correr
A esta edad sucede algo importante: los pequeños se bajan de nuestros brazos y salen corriendo como balas en cualquier dirección. Y si bien nuestra espalda encuentra su merecido descanso, nuestra vista (para vigilar que no haya ningún peligro cerca), nuestra voz (para gritar su nombre antes de que llegue al cruce) y nuestras piernas se ponen a funcionar a toda máquina para evitar que el improvisado atleta se aleje más de la cuenta.
Por seguridad, es importante negociar con el niño en qué situaciones puede correr y en cuáles ha de ir de la mano. Y, también por prevenir, no está de más llevar en el bolso o la cartera unas tiritas, unas toallitas antisépticas y extremar la vigilancia en sitios potencialmente peligrosos (en las inmediaciones de una piscina, por ejemplo). Por lo demás, correr es una de las actividades más gratificantes a estas edades (forma parte de muchos de sus juegos) y, como dice la sabiduría popular, «les desfoga» que da gusto, así que... ¡vía libre, por favor!
Correr es algo más que una diversión: se trata de la evolución natural de la habilidad de andar. Antes de las primeras carreras, el pequeño tiene que saber caminar sin ayuda. Os proponemos un juego: perseguir pompas de jabón. Tendréis que saltar, correr de un lado a otro, estirar mucho los brazos para tocarlas y... ¡plof!, verlas desvanecerse mágicamente.
Imitar
Mediante el juego o de forma natural y espontánea, al imitar gestos, sonidos y palabras, el niño adquiere no solo la capacidad de pronunciarlas, también va comprendiendo su significado (asociando las palabras a los contextos en los que se dicen). Por eso, y hasta tener bien dominada la técnica, no es extraño que nuestro «lorito» suelte alguna que otra expresión graciosa, acompañándola también de gestos de mamá o papá y sin venir a cuento («Ay, pero qué ricura es este bebé», dijo Claudia) o que se invente las palabras más geniales («papá está papajando», soltó Nicolás).
A esta edad también comienza el llamado juego simbólico (jugar a cuidar un bebé, a convertir una pieza de madera en un coche o a disfrazarse de perrito, de princesa...) que implica la capacidad del niño de recrear aquello que no tiene delante. Además, el juego simbólico está íntimamente ligado a la capacidad de imitar las relaciones y los objetos que el pequeño tiene a su alrededor y que ya ha ido interiorizando poco a poco.
Construir
No es que nuestro hijo haya perdido el gusto por destrozar todo lo que cae en sus manos, lo que sucede es que, a partir de los dos años, podemos decir con alivio que además de aplastar, tirar, romper y estirar, comienza a mostrar interés por construir, crear, juntar y levantar.
Se están poniendo en marcha nuevas capacidades cognitivas (empezar a distinguir tamaños y formas o a unir varias partes para conseguir un todo) y también capacidades motoras (mejor coordinación mano-ojo o mejor motricidad fina).
Por otro lado, para el desarrollo de estas actividades también es necesaria una capacidad de mantener la atención que hasta ahora no tenía: de hecho, ya es capaz de pasarse un buen rato pieza va, pieza viene, intentando levantar una torre o discurriendo dónde demonios encaja una pieza en un agujero.
Mancharse
Repitámoslo como un mantra: «mancharse es bueno y sano»... y, por más que a nuestro lado más obsesivo le cueste admitirlo, lo cierto es que es importante permitir un cierto grado de embadurnamiento infantil. El gusto por impregnarse (literalmente) de la realidad no solo no se pierde según avanzan hacia los tres años, sino que se acentúa: la comida, el barro (¡ahora que se puede jugar al aire libre!), las pinturas (cuanto más líquida la textura, mejor) y los fluidos corporales (mocos, babas, etc.) pasan a ser «muestras de laboratorio» dignas del estudio más exhaustivo por parte de nuestros pequeños, plenamente conscientes ahora de que su mundo está lleno de cosas maravillosas (y pringosas) por descubrir.