El próximo 18 de marzo, en CINESA Proyecciones de Madrid, el filósofo y divulgador David Pastor Vico ofrecerá una charla gratuita titulada ¿Qué pasa si los niños ya no juegan? Una cuestión que, más allá de la nostalgia, plantea un debate profundo: ¿qué consecuencias tiene que los niños de hoy crezcan sin los juegos de siempre? Si miramos atrás, descubrimos que una parte de la infancia, tal y como la conocimos, ha quedado en el olvido.
Las risas en el patio, el suelo de la plaza marcado con tiza y los gritos de victoria en la calle al ganar una ronda de canicas… Todo eso ha ido desvaneciéndose. No es solo que ahora los niños pasen más tiempo con pantallas, es que muchos de esos juegos ya no forman parte de su mundo. Como piezas de un museo sin visitantes, han quedado relegados a la memoria de quienes fueron niños en otra época. ¿Recuerdas a qué jugabas? ¿Cuántos de estos juegos volverías a enseñar?
Cuando la imaginación era el motor del juego
Los niños de hoy tienen acceso a un universo digital sin límites, pero, paradójicamente, han perdido algo esencial: la capacidad de transformar lo cotidiano en un mundo de aventuras. Antes, cualquier objeto servía para jugar. Un simple cordel podía convertirse en una elaborada partida de el cordel mágico, una versión del gato y el ratón que desafiaba la destreza manual. Unas piedras en el suelo bastaban para organizar una sesión de chinos, donde la clave estaba en adivinar cuántas sostenía el adversario en la mano.
Y luego estaba la goma, un clásico también conocido como el elástico. Se necesitaban tres personas: dos sujetaban la goma con los tobillos, y la tercera debía saltar siguiendo una coreografía que iba complicándose. Con cada fallo, risas aseguradas y, por supuesto, un turno para el siguiente. Hoy, en los patios de los colegios, la goma ha desaparecido. Tal vez porque requiere paciencia y tiempo, dos cosas que cada vez escasean más en la infancia moderna.
Juegos de correr… y de caer
¿Dónde quedaron las persecuciones sin fin por la calle? En una época en la que no hacía falta organizar el juego desde una pantalla, bastaba con gritar: “¡Al escondite inglés!”. Si lograbas moverte sin que el que dirigía la partida te viera, avanzabas. Si te pillaban, vuelta al inicio. Y si alguien se caía al suelo de la risa… bueno, ese era el mejor momento de la tarde.

También estaba el pañuelo, que ponía a prueba la velocidad de reacción. Dos equipos alineados, un árbitro en el centro sujetando un pañuelo y un número asignado a cada jugador. Cuando el árbitro gritaba un número, los dos niños con ese número corrían a toda velocidad para agarrar el pañuelo antes que el otro. Simple, pero lleno de emoción.
O el bote-bote, una mezcla de escondite y pilla-pilla con un balón como protagonista. Quien estaba "pillado" debía proteger el bote mientras los demás se escondían. Si alguien lograba darle una patada y mandarlo lejos antes de ser atrapado, todos quedaban liberados. Hoy en día, cuesta encontrar niños jugando a esto en las plazas. Quizás porque ya casi no hay plazas sin coches, o porque los móviles han cambiado la forma en que se vive el tiempo libre.
Jugar con las manos: adivinanzas, trampas y retos
Los juegos no siempre requerían correr. Había momentos de descanso en los que las manos se convertían en protagonistas. El churro, mediamanga, manga entera, por ejemplo, era un desafío de resistencia. Un grupo se agachaba en fila con la cabeza contra la pared, mientras el otro equipo saltaba sobre ellos gritando la frase mágica. Si la estructura resistía, los que estaban encima ganaban. Si colapsaba… pues a empezar de nuevo.
Y qué decir de las chapas, el arte de empujar una pequeña chapa con la uña para recorrer un circuito trazado en el suelo. Quien lograba llegar primero sin salirse, ganaba. En sus mejores tiempos, había verdaderos campeonatos de chapas, con equipos personalizados con pegatinas de futbolistas.
No podemos olvidar la comba, ese clásico en el que dos personas sujetaban una cuerda mientras el resto debía saltar al ritmo de canciones populares. “Al pasar la barca, me dijo el barquero…”. Había quien aprendía a hacer piruetas en el aire, y quien, con un traspié, terminaba enredado. Lo importante era intentarlo.

La última generación que jugó en la calle
Quienes crecieron en los años 80 y 90 fueron quizás los últimos en vivir una infancia al aire libre. Hoy, las ciudades están menos preparadas para el juego espontáneo y los parques infantiles parecen diseñados más para la seguridad que para la aventura. Además, el miedo de los padres a dejar que sus hijos jueguen sin supervisión ha reducido drásticamente las oportunidades de que los pequeños exploren su entorno como lo hacían antes.
No se trata solo de nostalgia. El juego libre es clave en el desarrollo infantil: fomenta la creatividad, la toma de decisiones y la socialización. Sin embargo, los niños de hoy están más estructurados, con horarios repletos de actividades y menos tiempo para jugar por jugar.
Tal vez haya esperanza. Algunos colegios han comenzado a recuperar juegos tradicionales en los recreos. En algunas plazas, todavía se ven niños jugando a la rayuela o improvisando una partida de piedra, papel o tijera. Quizás el secreto esté en recordar que no hacen falta pantallas ni tecnología para pasarlo bien, sino ganas de jugar.