Reconocerte en un hijo o una hija es una de las cosas más especiales que me han pasado en la vida. Es fascinante. La que más, por supuesto, es haberlas tenido, aunque una de ellas solo haya sacado del padre que podría dormir de pie si se lo propusiera. Pero acompañar y gestionar a la peque que no se parece a mí me resulta, por momentos, más sencillo que hacerlo con su hermana mayor. ¿Por qué? Precisamente, porque no se parece a mí. Y su hermana sí. Y no es nada fácil ver que tu hija comete los mismos errores y tiene los mismos defectos que tú te reconoces a ti mismo porque llevas tiempo peleando por cambiarlos.
Vaya por delante que mi hija mayor, y no porque se parezca a mí, es maravillosa. Pero nadie es perfecto. No aspiro a que lo sea. Menos mal que no lo es, de hecho. Desde muy pequeño demostró un equilibrio emocional que lo hizo todo muy fácil para su madre y para mí en la crianza, a la hora de acompañarla. No es lo habitual; de hecho, su hermana pequeña es todo lo contrario, y por eso hace tiempo que decidimos recurrir a un especialista, una psicóloga infantil que nos ha enseñado numerosos trucos y aprendizajes en este tiempo. Sin embargo, la peque mayor ha empezado a mostrar ciertos desequilibrios emocionales, probablemente una asincronía relacionada con sus altas capacidades, en los primeros cursos de Primaria. Y ahí la cosa se ha complicado un poco, especialmente para mí, que me reconozco totalmente en ella.

Algunos de los ejemplos en los que me reconozco en mi hija
Recuerdo cómo yo reaccionaba fatal a las críticas, incluso a las constructivas, cuando tenía su edad. Y cómo seguí haciéndolo durante la adolescencia. Todavía hoy lucho contra ese demonio. También la falta de comunicación, esa tendencia a meternos para dentro en determinados momentos. Y qué decir de la bajísima tolerancia a la frustración, algo que solo la edad y la experiencia, con mucha conciencia, me han enseñado a mejorar.
No pasa nada porque mi hija sea así; el problema, o la dificultad para mí, radica en el deseo de ayudarle a cambiar cuando a lo mejor no está preparada o ni siquiera quiere. Hay que echar el freno de mano y al mismo tiempo hacerle ver que podemos ser una mejor versión de nosotros mismos, pero hacerlo con capacidad de convicción, lo cual no es sencillo cuando sabes que tú mismo estás todavía intentando cambiar según qué cosas.

Mi hija es un espejo del niño que fui
Y hay más. Me pasa, por ejemplo, con la gula a la hora de comer. ¿Cómo le voy a decir que se frene a la hora de coger patatas fritas o aceitunas, que las pilla a puñados de forma instintiva, si a mí el cuerpo me pide hacer lo mismo y todavía hoy, a mis casi 40 años, me cuesta controlar ese impulso? O las conductas egoístas que detecto en ella, sin maldad, pero que están ahí. Cómo aprovecha su inteligencia para su propio beneficio en vez de pensar también en los demás, para jugar con ventaja. Qué difícil es gestionar esos micromomentos en los que estoy viendo lo que hace casi por adelantado porque esa escena ya la he visto muchas veces… en mí.
En definitiva, comparto en estas líneas a modo de desahogo una de los grandes retos de la crianza, al menos en mi opinión: la dificultad extrema que tiene acompañar y guiar, criar al fin y al cabo, a una hija o hijo que repite todo aquello (y muchas cosas buenas también, ojo) que no te gusta de ti. ¿Te pasa algo parecido?