Cómo la marcha de mi perro ayudó a mis hijos a entender la muerte

"Saben que murió porque los seres vivos mueren, pero también saben que en nuestros corazones durará tanto como lo recordemos".
Niño y perro

Este verano, en mitad de nuestras vacaciones estivales, marcando un antes y un después, no sólo en la estación de los mil y un planes, sino también en nuestras vidas, tuvimos que despedirnos de Capitán, nuestro perro. Capitán llegó a nuestras vidas cuando aún vivía con mis padres. Nosotros nunca habíamos tenido perro y fue la primera vez que vi cómo mis padres no nos miraban ni a mi hermana ni a mí, miraban a Capi. Para cuidarlo, porque era pequeño y vulnerable, para protegerlo, porque era juguetón y escurridizo, y para disfrutarlo, porque era cariñoso y leal como ningún otro ser vivo.

Capitán nos regaló un mundo y nosotros, aunque intentamos devolvérselo siempre, nunca estuvimos, seguro, a su altura. Podría contar las mil y una anécdotas que nos brindó desde su llegada a nuestras vidas hasta su triste marcha, pero voy a centrarme en la huella que dejó en mis tres hijos, que aún hoy lo recuerdan (tengan en cuenta que para ellos desde verano ha pasado ya una vida) como su mejor amigo.

Niño y perro - iStock

En 2017 tuve al primero. Ni nos informamos sobre cómo conseguir que el perro aceptara y respetara al niño, ni sabíamos cómo hacerlo, ni, a decir verdad, pusimos especial empeño. Y, como en las verdaderas historias de amor, no hubo que propiciar nada, porque todo surgió solo. Ni una mínima muestra de celos, ni el más ínfimo gesto de amenaza. Capitán se convirtió en fiel guardián y amigo de aquel pequeño y de los dos que lo siguieron.

¿Habría algo más divertido -para mi hijos- que jugar con su propio perro? Con sus orejas, sobre su lomo, a caballitos. La imaginación de los niños no tenía límites, y la paciencia del animal tampoco.

El mayor empezó a regañar y a intentar regular la intensidad del juego de los pequeños a medida que Capitán se iba haciendo mayor. Así, me enorgullecía tremendamente ver cómo su empatía se desarrollaba y cómo su sentido de responsabilidad como primogénito se iba perfilando desde el convencimiento. Cuando íbamos por la calle, con o sin Capi, y veíamos a otros perros, se paraban y lo miraban: “¡Mira, como Capi!” y le preguntaban a sus dueños por la edad y el nombre del animal, con una desenvoltura social propia de niños con unos cuantos años más que ellos.

Sin ningún tipo de duda, Capitán nos hizo a todos mejores. Pero es que en ellos forjó, en una edad muy temprana, cualidades que los acompañarán de por vida y que me hacen sentirme aún más en deuda con nuestro querido y extrañado perrito: los hizo mejores, más empáticos, más generosos y más pacientes. Les regaló mil y una anécdotas y el recuerdo de unas sensaciones que se quedarán en sus corazones para siempre: pocas cosas te pueden hacer sentir más valioso que la alegría sincera y desbordante con la que te recibe tu mascota.

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Pero entre todos los beneficios que he encontrado en la presencia de un perro en la vida de los niños, hay uno un poco más triste, pero inmensamente valioso y necesario: ayudarles a familiarizarse con la idea de la muerte y la finitud de la vida.

Cuando Capi falleció lloraron mucho, desde la incomprensión y la rabia. Pero a día de hoy hablan de él, de su ausencia, de cuánto lo echamos de menos, de lo feliz que nos hizo, recuerdan sus trastadas y anécdotas y lo buscan en otros perros de la calle, con una entereza y comprensión que no corresponden a niños de 6, 4 y 2 años. Saben que murió porque los seres vivos mueren, pero también saben que en nuestros corazones durará tanto como lo recordemos. 

Mis hijos, por desgracia, conocen también la muerte humana y están familiarizados con ella, pero estoy convencida que la marcha de Capitán les ha ayudado aún más a entender que nuestro paso por esta vida es pasajero, y que si bien la muerte es algo universal, la inmortalidad del legado de una vida, perruna o humana, depende de los guardianes de recuerdos que uno deja en el mundo.

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